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  • Alejandro Múnera Gallego /

AISLAMIENTO PENSANTE

Once y dos minutos de la mañana. Hace una hora que me desperté y durante ese tiempo solo he estado en mi cama pensando qué libro leer mientras miro hacia el techo blanco que tengo sobre mí. Dejo que la imaginación me lleve a cualquier rincón de mis pensamientos. Una gran casa en medio de un terreno verde y lleno de flores de tantos colores, una alberca de unos diez metros cuadrados con el agua tan cristalina que puedo ver sus azulejos e identificar su patrón. Dos esculturas algo abstractas en toda la entrada de la lujosa construcción y unos ventanales que hacen de muros a su alrededor. Eso es lo que veo mientras observo la plana pared.


El encierro necesita también sus refugios. Foto: Alcaldía de Medellín


Luego...


“Procure quedarse en casa, solo salga de ser completamente necesario, no exponga su salud y cuide a sus familiares. Recuerde que hay unos días estipulados para poder salir y siempre lleve su documento de identidad. Recuerde también que tiene veinte minutos al día para sacar a pasear su mascota”, y bla, bla, bla…


La imagen de mi mente es reemplazada por palabras y más palabras. Las mismas que mi mente conoce bien. Y cómo no saberlo si son dichas todos los días a las mismas tres horas: once de la mañana, cuatro de la tarde y ocho de la noche. La verdad es que estoy considerando que son lo más cercano a una conferencia que tendré por un tiempo. Una conferencia muy aburrida. Y es que el recordatorio tan constante hace que se graben hasta los pequeños detalles. Qué débil es mi mente, pienso, o qué tan normal era y no me había percatado.


De cualquier forma, no lo puedo evitar. Cada persona de Medellín estamos atrapadas en nuestro propio encierro, amarrados a nuestras casas y condenados “temporalmente” a nuestra propia compañía. Pienso en mi abuelita, que vive a siete cuadras, y estaba acostumbrada a mantenerse en la calle con sus amigas vecinas. Los adolescentes con sus insaciables ganas de salir de rumba o a cine, o a comer. Las personas que todos los días se levantan temprano de su cama para dedicarle como mínimo una hora para caminar, trotar o hacer ejercicio al aire libre. Todos estamos encerrados.


Desde pequeño, a mi mente siempre han llegado ideas de cómo puede ser el final de la vida humana. Ideas se sumaban a las de otros, a los finales de las películas y de los libros. ¿Por qué pensaba ese tipo de cosas? ¿Qué tanta importancia le daba a lo que conocía como para centrarme en pensamientos así? Ese es uno de los muchos dilemas de la vida de Alejandro Múnera Gallego, de mi vida, aburrida, normal y mundana.


El final siempre encuentra la manera de presentarse en nuestra mente. Cada situación por la que pasamos es una nueva oportunidad para crear un posible fin.


El final está presente desde que nacemos hasta que morimos, esto en sí mismo es un ejemplo. Me doy cuenta de ello mientras organizo la ropa de mi armario de tonos claros a oscuros. Supongo que es una posible explicación de por qué pensamos en ello cotidianamente. Todo tiene inicio y un final: cada hora, minuto, palabra, actividad realizada, película vista, libro leído, el simple abrir y cerrar de ojos, cada acción que ejercemos por más demorada que sea.


Este confinamiento me hace pensar que la muerte por aburrimiento puede ser posible. Es una enfermedad que nunca habría pasado por mi mente y a la que el encierro le da origen por ser mi realidad y la del mundo.


Esto se lo debemos a la muy mencionada enfermedad Covid-19, de la que hubo noticias primero a finales de 2019 en Wuhan (China), como lo informó la Organización Mundial de la Salud con sus reportes de cuadros graves que iniciaban con fiebre, cansancio, tos seca y, en algunos pacientes, congestión nasal, dolor de garganta o diarrea.


Después se supo que la enfermedad se contrae por simple contacto físico con una persona infectada, luego que tiene un índice de mortalidad muy bajo, comparado con enfermedades como la tuberculosis, el VIH/SIDA, el cáncer, entre otras. Mas su fácil propagación y la ausencia de una vacuna contra ella, han desestabilizado el orden económico, político, religioso y sociocultural. Algo así no se veía desde 1919 con la gripe española, enfermedad que fue causada por una bacteria y que forzó situaciones similares a la de hoy.


Inusual para muchos, terrorífica para otros, un caos total para el modo de vida de la mayoría. El mundo se detuvo de repente: no más conciertos, conferencias, juegos olímpicos (que justo se celebraban este año en Tokio, Japón), no más desfiles de moda, estrenos de películas, viajes o excursiones a otros países. Unas cuantas actividades entre muchísimas más que no se darán en mucho tiempo. "Es más fácil hacer la lista de lo que se puede hacer en este momento", me dijo una tía ayer mientras me enseñaba a hacer un postre por videollamada.


Voy al estudio de mi padre e intento elegir uno de los muchos libros. Me concentro en la sección de historia donde hay unos que me recomendó, pero que no había visto personalmente. Paso mis dedos por encima de varios de ellos sin ninguna razón y sin leer sus títulos elijo dos: Una breve historia de casi todo, escrita por Bill Bryson y Momentos estelares de la humanidad, por Stefan Zweig. Ambos nombres son llamativos para mí, me siento en el sillón del escritorio y leo la sinopsis de uno de ellos… Antes de seguir con la segunda, me distraigo.


Noto cómo al otro lado de la puerta veo a mi gato sigiloso dirigirse a la sala. Posiblemente motivado por el hambre, guiado por su olfato o simplemente porque sí. Me percato del silencio que me acompaña en este momento. Solo escucho el silbido del viento que recorre la habitación y choca con las paredes. Cierro los ojos y me concentro en su olor. Intento identificar algún aroma, lo que sea que rompa con la soledad que estoy comenzando a sentir. Deja a un lado lo que quiero pensar por lo que imagino, me da la sensación de estar soñando y me hace cuestionar algunos aspectos de mi vida que no estoy de humor para analizar.


Concentrado en la idea de encontrar un olor me doy cuenta de que el aire se siente ligero y eso me hace pensar en la contaminación. Miro por la ventana, la vista de la ciudad desde un piso dieciocho no está nada mal. Puedo ver Itagüí, algunos sectores de Envigado y El Poblado.


Veo todo nítidamente los tonos de la montaña, los edificios que están a una distancia considerable se logran captar con cierto grado de detalle y el cielo está de un color azul claro sin ninguna nube a su alrededor. Me encanta ver días así porque es alentador y tranquilizante. Algo muy positivo que ha traído esta crisis es la recuperación medioambiental.


Nuevamente vuelvo a estar consciente de mi alrededor, estoy sentado en el sillón del estudio de mi padre con el libro “Momentos estelares de la humanidad” en la mano, abierto en la página donde inicia la sinopsis. Aquí mismo donde me centré en mi gato, el silencio, los olores y todo esto de la contaminación; es como si hubiera abandonado mi cuerpo y entrara a un mundo donde las ideas están ahí y solo llegan al azar. Me quedo unos minutos así, inmóvil, pensante, vacío.


Ahora que lo medito, este constante proceso podría ser la descripción más cercana de lo que vivo un día tras otro durante este encierro. En el pasar de los días están presentes estos lapsos en los que mi subconsciente es el único lugar diferente a mi casa a donde puedo viajar.


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Crónica realizada en el curso Periodismo IV, orientado por la profesora Adriana López.


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