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El largo camino por una nueva Constitución en Chile

Tras 30 años de democracia con una carta política de la dictadura, el país austral eligió la opción del cambio al convocar a una convención constitucional. Al camino, que ya ha sido largo, aún le falta mucho por recorrer. Un análisis de Contexto sobre lo que pasó y lo que vendrá.


Por: Sebastián Carvajal y Juan Manuel Cano


La pandemia por la COVID-19 y seis meses de retraso no fueron impedimento para que casi seis millones de chilenos salieran a las calles a aprobar la redacción de una nueva carta constitucional. El 25 de octubre de este año atípico quedará inscrito en la historia de Chile como el día en que se decidió dejar atrás uno de los últimos vestigios de la dictadura de Augusto Pinochet: la Constitución de 1980.


En total, fueron 7 562 173 personas que con tapabocas y distanciamiento social ejercieron su derecho democrático, de los cuales el 78,2% aprobó el llamado a una convención constitucional. Asimismo, optaron por que sus 155 miembros sean elegidos mediante voto popular, el próximo 11 de abril.


No era la primera vez que Chile enfrentaba un plebiscito histórico. En 1988, en medio del temor que reproducía la dictadura, pero con un incipiente espíritu democrático, la ciudadanía le dijo “No” a un nuevo mandato de Pinochet.


Así se iniciaría un proceso de transición para dar fin a la dictadura militar que gobernó Chile desde 1973 tras el golpe de Estado al entonces presidente Salvador Allende. Un periodo antidemocrático marcado por las sistemáticas violaciones de los derechos humanos y la persecución a quienes se oponían el régimen.


Lo relata Ricardo Lagos, presidente chileno entre 2000 y 2006, en su libro Así lo vivimos: “Vivir en Chile en esa época era vivir en el miedo; no en el terror abyecto, sino en el estrés constante ante el peligro que nos mantiene con los nervios de punta siempre”.

En el centro de Santiago las paredes recogen frases y consignas anti policiales, antigubernamentales.

Foto: Juan Manuel Cano y Juan Pablo Estrada.


El modelo de Pinochet

Salvador Allende fue el primer mandatario socialista elegido democráticamente en América Latina. Llegó al Palacio de La Moneda en 1970 en medio de vientos revolucionarios —y preocupaciones por parte de los estadounidenses— y desde entonces inició una serie de reformas económicas que buscaban cambios estructurales: nacionalizó empresas, aprobó incrementos salariales, impuso el control de precios, entre otras medidas.


Al comienzo, la economía creció rápidamente e incluso pudo satisfacer las demandas sociales del país. Pero para 1973 Chile “afrontaba situaciones de escasez, racionamiento y mercado negro, el crecimiento dio lugar a la recesión y las reservas internacionales apenas alcanzaban para cubrir tres semanas de importaciones”, señala Michael Reid en su libro El continente olvidado.


El país entró en una profunda división social debido al caos económico. El 11 de septiembre de 1973, aviones de la Fuerza Aérea bombardearon el palacio presidencial y la junta militar encabezada por Pinochet tomó el mando, tras el suicidio de Allende en medio de la confrontación. Desde entonces se instauró un gobierno de extrema derecha, autoritario, en un país con una reconocida trayectoria democrática.


Años más tarde, en 1980, se promulgó una nueva Constitución que no fue concertada con la oposición ni mucho menos con el pueblo chileno. Por el contrario, fue redactada por el mismo gobierno y validada por un plebiscito que ni siquiera contó con registro electoral ni campaña por el “No”. Lagos la describió como “una apuesta para solidificar el autoritarismo de la dictadura”.


En efecto, el proceso constituyente se caracterizó por la prohibición de partidos de izquierda, consagró la inamovilidad del comandante en jefe; es decir, que el presidente no lo puede destituir y se instauró el Consejo de Seguridad del Estado.


Tomás Hirsch, actual diputado chileno por el movimiento Acción Humanista describe que esa constitución “Fue hecha a la medida” y señala que en ella se “instauró un modelo económico, político y social que se viene arrastrando hasta el día del hoy y que ha generado un país con una inequidad social brutal”.


Precisamente ese modelo económico fue el que Pinochet implementó a partir de 1975 con los “Chicago Boys”, un grupo de élite que había estudiado los postulados del economista Milton Friedman en Estados Unidos, el primer experimento de libre mercado en el hemisferio.


En los años posteriores se bajaron los impuestos, disminuyeron los aranceles, se recortó el gasto público y se redujeron los puestos de funcionarios del Estado.


Pero el modelo entró en crisis en 1982 cuando el sistema bancario colapsó debido a la desregularización. Entonces el PIB disminuyó un 14,3% y el desempleó alcanzó el 23,7% de la población. Sin embargo, no fue su fin.


Dos años más tarde, Pinochet emprendió con un nuevo equipo de economistas un conjunto de reformas más graduales que le permitieron establecer su programa de libre mercado que perduraría hasta la actualidad.


El “cordón umbilical” a la dictadura

Aunque Pinochet perdió el plebiscito del 88 —una herramienta que ofrecía su Constitución para el cambio democrático—, continuó en el poder hasta marzo de 1990, cuando el nuevo presidente Patricio Aylwin tomó posesión.


Durante ese periodo, la Concertación de Partidos por la Democracia, una coalición de centroizquierda; los partidos de derecha y la Junta Militar pactaron un acuerdo para reformar la Constitución y garantizar la transición democrática.


A pesar de esta reforma y de las elecciones presidenciales de 1989, tanto la Constitución del 80 como el modelo neoliberal no tuvieron grandes transformaciones.


Francisco Estévez, director del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile afirma que la reforma corresponde a un periodo de democracia política, pero “con una economía que sigue siendo neoliberal y, por lo tanto, es una Constitución que generó un tipo de democracia elitista, la cual ocasionó muchas exclusiones”.


Para Estévez, “no hubo fuerzas políticas para que se estableciera una nueva Constitución. Se pensó que al ser reformada era una Constitución que ya no era de la dictadura, lo que es cierto y a la vez seguía siendo una Constitución funcional”.


Con el paso de los años se le añadieron más reformas. Una de las más significativas fue en 2005 durante la administración de Ricardo Lagos, cuando se le hicieron 58 modificaciones y el mandatario reemplazó la firma de Pinochet con la suya.


En términos económicos, Chile continuó destacándose a nivel internacional por su modelo neoliberal que le permitió un crecimiento sostenido durante muchos años. Eso se ha traducido en la reducción de la pobreza que pasó del 29,1% de la población en 2006 al 8,6% en 2017 y en un PIB per cápita muy superior al de la región.


No obstante, la desigualdad social también aumentó. Por ejemplo, según explica un estudio de movilidad social de la OCDE de 2018, se necesitan seis generaciones para que un descendiente de una familia de bajos recursos alcance el ingreso promedio en Chile.


Hirsch describe un conjunto de condiciones que han acrecentado este fenómeno: “La educación pasó a ser un bien de consumo; para acceder a salud había que endeudarse por años; a los pueblos originarios (indígenas) se les siguió arrebatando su territorio, su dignidad y su cultura; las mujeres siguen siendo discriminadas; la diversidad sexual ha tenido luchas enormes para poder avanzar en sus derechos y el agua y otros recursos se privatizaron”.


Para el diputado lo que pasó fue que se acumuló la ilusión del “ya me va a tocar” y así emergió una clase media aspiracional, con altas deudas, alcanzada para llegar a fin de mes, pero con un alto nivel de consumo.


La Constitución de 1980 es uno de los últimos vestigios que queda de la dictadura de Augusto Pinochet.

Foto: Juan Manuel Cano y Juan Pablo Estrada. Pero más allá de las difíciles condiciones socioeconómicas que enfrentan miles de chilenos, asevera que: “La Constitución actual es el cordón umbilical que nos ata, nos mantiene unidos a la dictadura” y eso, en parte, explica lo que ha ocurrido en el último año.


El estallido social

A principios de octubre de 2019, cientos de jóvenes evadieron masivamente, a modo de protesta por el incremento de 30 pesos en la tarifa del metro de Santiago, el sistema de transporte más importante del país.


De las 136 estaciones que tiene la red ferroviaria, alrededor de 80 presentaron afectaciones producto de las protestas, según informaron medios internacionales. El descontento social fue creciendo a medida que pasaban los días. Para noviembre de ese año, los trabajadores, obreros, maestros, jubilados y demás sectores civiles se sumaron a los requerimientos de los más jóvenes: millones de chilenos salieron a las calles.


El diputado Hirsch considera que “el hecho en sí es puntual y bastante menor, el metro subía de precio todos los años 30 o más pesos y sin embargo no se generaba una respuesta social frente a eso”. Lo que ocurrió en 2019, según él, fue una acumulación de “hastío, enojo, una sensación de abuso” que tenía el pueblo por las condiciones sociales de las últimas décadas.


La consigna de las protestas, para entonces, era: “No se trata de los 30 pesos del metro, sino de los 30 años en democracia con una Constitución de la dictadura”, como se leía en banderines y pasacalles de los manifestantes.


Treinta años, además, de gobiernos, políticas públicas y un modelo económico con el cual la mayoría de las personas no se sentían representadas. “El descontento en Chile no viene del año pasado, ni mucho menos, es algo que venía acumulándose desde hace varios años, incluso décadas”, dice Sebastián Hurtado, abogado y politólogo colombiano, que ha estudiado el caso del país austral. “El pueblo chileno, aunque tuvo un proceso de transición de la dictadura de Pinochet a la democracia, todavía no ha sanado muchas de las cosas que sucedieron durante este periodo”, comentó.


La Plaza Italia, ubicada en el corazón del centro de Santiago y que cuenta con una escultura del General Baquedano, líder de la victoria chilena en la Guerra del Pacífico, se convirtió en el punto de encuentro de los manifestantes.


Las multitudes que allí se congregaron durante semanas —pidiéndole al gobierno un cambio sustancial, a la vez que entonaban al unísono el clásico del rock latino El baile de los que sobran— hizo que el mundo virara sus ojos a lo que ocurría en Chile. Su simbolismo es tal que los manifestantes la renombraron y hoy es conocida como la Plaza Dignidad.


Aunque Santiago fue el epicentro de las protestas, el “despertar” —como muchos llaman a lo ocurrido entre octubre y noviembre de 2019— se expandió rápidamente en todo el territorio nacional. Tanto en Antofagasta, sobre el desierto de Atacama, como en Valdivia, en la Patagonia, era evidente la tensión social.


En las principales ciudades del país, los locales de comercio y las grandes cadenas se atrincheraron con láminas de madera que cubrían sus vitrinas. Sin embargo, sostenían carteles en la fachada del establecimiento aclarando que apoyaban los reclamos sociales. Los muros recogían frases y consignas antipoliciales, antigubernamentales. Las esculturas, como la de Baquedano, se convirtieron en estandartes de banderas erguidas, como la mapuche o la nacional de la estrella solitaria.


Los enfrentamientos entre los manifestantes y los carabineros se hicieron cada vez más cruentos. La Oficina de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, liderada por la ex presidenta de Chile, Michelle Bachelet, documentó, durante el 18 de octubre y el 6 de diciembre de 2019, 28.000 personas detenidas temporalmente, 113 casos específicos de tortura, 24 casos de violencia sexual y 26 víctimas mortales durante las manifestaciones.


“Hace un año habría dicho que [en comparación con la dictadura, en Chile] cambió la situación de derechos humanos, pero ya no puedo decir eso, porque en este último año hemos tenido violaciones sistemáticas”, apunta Hirsch.


<< Alrededor de 200 personas fueron heridas en sus ojos durante las protestas de 2019, según el Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile. Una frase que denota no solo el costoso nivel de vida del país, sino también la fuerza desmedida de los carabineros. Foto: Juan Manuel Cano y Juan Pablo Estrada.



Las protestas, que acumulaban más de cinco meses, se encontraron en marzo de 2020 con un obstáculo: el covid-19. La pandemia obligó al mundo entero a confinarse, y Chile no fue la excepción.


“La tensión social de las manifestaciones en la plaza se ha visto muy reducida este año por el tema del virus”, comenta Sebastián Hurtado. A pesar de que las movilizaciones se detuvieron, para el diputado Tomás Hirsch la pandemia puso en manifiesto la precariedad del modelo: “Evidenció que lo que se estaba planteando era así, era correcto. Es decir, que se vive la pandemia de la salud, pero se experimenta con mucha más fuerza la pandemia social.”


Las protestas de 2019, sumadas a la presión por redes sociales en 2020 y la situación de vulnerabilidad de gran parte de la población, que salió a flote gracia a la pandemia, generaron que las demandas y peticiones encontraran una salida política.


“No necesariamente todos los que participaron en las movilizaciones tenían como idea principal en sus requerimientos tener una nueva Constitución, más bien era una movilización en contra de lo que se consideraban injusticias”, dice Francisco Estévez. “La idea de que eso se asociara a una nueva Constitución fue una idea que se fue imponiendo políticamente. Y al final fue la idea que primó. El estallido social pudo ser canalizado a través de la demanda de una nueva Constitución”, agregó.


Una nueva carta magna que, el 25 de octubre de este año, el pueblo chileno decidió que se debía redactar. Aquella noche el clásico de Los Prisioneros volvió a corearse en la Plaza Dignidad y Chile celebró el comienzo de lo que muchos denominan “el cambio social”.


Lo que viene para Chile

Luego del contundente triunfo del “Apruebo” en el plebiscito, el país austral inició lo que, según Hirsch, será “un proceso largo y complejo”. Para el diputado, existe un problema entre expectativa y realidad: “Hasta que se efective un cambio real en la vida de la gente va a pasar mucho tiempo”.


Tras haber votado por una convención constitucional como la encargada de redactar el texto, el siguiente paso es la elección de los representantes. Para Hurtado, las elecciones “van a significar políticamente un juego de poder”, una disputa por las temáticas y la manera en la que serán abordadas en el nuevo ordenamiento. Estévez, por su parte, también cree que “lo que viene es muy complicado porque hay que ver si la política es capaz de dar cuenta de esta gran demanda”, debido a que, según él, “hay un grave cuestionamiento de los partidos políticos”.


La elección de los integrantes de la convención se convertirá en un hito para Chile y el mundo. Será la primera vez que una Constitución sea redactada por la misma cantidad de hombres y mujeres, además de tener una amplia participación de las comunidades originarias. Hurtado considera que el hecho de que la convención sea paritaria da mayor garantía: “Se podrá asegurar mayor representatividad y un debate más nutrido”.


Una vez esté conformado el órgano constituyente, este tendrá un periodo de nueve meses —prorrogable a tres más— para redactar la nueva carta magna, lo que significa que la pugna será, en esa fase del proceso, por el contenido del texto.


“La nueva Constitución debe formarse en derechos fundamentales, pero, más complejo aún, la nueva Constitución tiene que hacerse cargo de realidades emergentes, socioculturales, que antes no eran tan urgentes, tan evidentes. Por ejemplo, la autonomía de las regiones, los pueblos indígenas, los temas de género, las demandas feministas… hay grandes temas que son inéditos constitucionalmente y que hay que ser abordados en este proceso”, como lo cree Estévez.


En el Campamento por un Chile Digno decenas de personas se congregaron para pedirle al gobierno de Sebastián Piñera el llamado a una convención constitucional. Foto: Juan Manuel Cano y Juan Pablo Estrada. El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile propone que sean reconocidos dos aspectos como derechos constitucionales: “Primero, la memoria como un derecho humano, en el cual nos reconocemos como ciudadanos y ciudadanas. Segundo, el deber a recordar. Este obliga al Estado y eso implica la atención social: qué es la verdad, qué es la justicia…”, comenta su director.


Tomás Hirsch considera que los principales debates que se deben dar durante la redacción de la Constitución se pueden agrupar en tres grandes temas: la organización del Estado, los derechos garantizados y el modelo económico. Temáticas que ayudarían a solventar los “desequilibrios” que, según él, existen en la Carta Fundamental de 1980.


Finalmente, para que cada una de las leyes y normas sean aprobadas en la nueva Constitución, estas deben de contar con un quorum de dos tercios de la plenaria. Una vez el texto definitivo haya sido redactado, será el pueblo chileno quien lo apruebe o no en un referendo.


Durante los próximos meses América Latina y el mundo tendrán los ojos puestos en el proceso constitucional que inició Chile. El punto de partida de lo que podría convertirse en el capítulo final de los años oscuros de una dictadura que aún tiene heridas abiertas en gran parte de la población, a través de una Constitución que les permitirá a los chilenos estar a la altura de los desafíos del siglo XXI.


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