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  • Foto del escritorContexto UPB

Tan solo medio día de trabajo


Una inmersión a vivir los esfuerzos del día a día campesino


María Antonia Echeverri Garzón / mariaa.echeverri@upb.edu.co


En las jornadas del campo es usual adelantársele hasta al sol. Foto: María Antonia Echeverry.


La neblina cubría las montañas y el sol aún no salía. Eran las 5:30 a.m. una hora que para mí era extraña, pero para los campesinos de la zona ya era tarde. A lo lejos se escuchaba la maquina de abono de la floristería y abajo, en los nacimientos, don Rafael arriando los terneros. Aquel día me esperaba una muestra de lo que un campesino vive día a día, para poder comer y mantener a su familia.


La noche anterior había acordado con Verónica, una de las campesinas de la vereda, en acompañarla a coger la última cosecha de frijol seco hasta medio día. Las botas pantaneras, la camiseta de manga larga, unos buenos guantes, mi sombrero y los jeans más cómodos y desgastados que tenía habían sido mi elección para trabajar. A los campesinos se les suele apreciar con sus ropas desgastadas, y esto es porque trabajar la tierra implica quizás ensuciar, manchar o, en el peor de los casos, rasgar la ropa. Escuchar decir “Ombe, cómo va a utilizar la ropita buena pa’ eso”, se convierte en el sustento para decidir qué vestir para un día de trabajo.


La llegada

El cultivo donde íbamos a trabajar quedaba unas fincas más allá de la mía. Eran las 5:40 a.m. íbamos por la carretera destapada, evitando los huecos en la moto y tratando que el viento no nos levantara el sombrero. Desde el portillo, doña Marta, la madre de Verónica, nos vio llegar y, con solo bajarnos de la moto, ya nos estaba entregando dos pocillos a rebosar con milo caliente y unos buñuelos en forma de rosca. Yo ya había desayunado, pero por esa alegría de darnos algo para comenzar un día largo y poder tener alientos, lo recibí. Aún no eran las seis y a la vaquita que tenía montaña abajo, don Guillermo, el papá de Verónica, ya la había ordeñado.


Los pocillos fríos y vacíos nos indicaban que ya era de comenzar. Para llegar al entablado que sostiene las enredaderas donde crece el frijol, había que bajar por un camino en zigzag lleno de barro amarillo que parecía una pista jabonosa ya que había llovido durante toda la media noche. Verónica bajaba como si no existiera posibilidad alguna de resbalar y salir rodando. Las botas le daban agarre y la confianza que me la demostraba con su sonrisa simpática y tranquila. Yo no me podía dar esos lujos, baje con cuidado. “Hay caminos peores”, me decía mientras se reía por mi forma de lograr equilibrio cada que medio pisaba en falso.


El cultivo

El cultivo pertenecía a su familia y esta era la última cogida, el frijol ya seco. El frijol, la papa y el maíz son los tres productos principales del municipio, San Vicente Ferrer. Esto debido al clima frío dado por su altura. A partir del atardecer, la temperatura de esos días descendía hasta 12°C.


El lote estaba cubierto de muchas hileras, con espacios entre cada una. La tierra tenía surcos y al estar inclinadas, se veía a cada hilera como una escalera. Las enredaderas que un tiempo antes tenían un verde vivo, aquel día el café era protagonista. Al caminar entre ellas se podía escuchar el crujir de las hojas que ya secas y marchitas habían caído.


<< Se afina también el ojo para reconocer la calidad del grano incluso sin abrir la vaina. Foto: María Antonia Echeverry.


La cogida

Era frijol cargamanto rojo, tenía una vaina larga y esta vez la semilla que habían sembrado daba un grano menos redondo; pero tal cual se conoce, color café claro con manchitas rojas.


Para empezar, Verónica me dio mi costal, era azul, con una capacidad de entre 50 y 60 kilos y me indicó la hilera, empezamos de abajo hacia arriba. Ella y su papá me enseñaron que el truco para coger las vainas es tratar de arrancarlas de un halón y recoger la mayor cantidad posible en la mano. Al iniciar, la mañana estaba fresca, con el cielo nublado y eso facilitaba todo. Recuerdo que no alcanzaba las enredaderas más altas y don Guillermo me sonreía y me las bajaba. La concentración era fundamental para observar bien que cada rama había quedado totalmente limpia.


Las conversaciones

Las primeras hileras eran a buen ritmo, hablamos de amor y de las simplezas de este mientras de fondo se escuchaba rancheras de un radio que surcos más arriba habíamos dejado. Ella me contaba que el amor con su esposo había cambiado: “Creen que porque uno ya está casado no le gustan los detallitos”, me decía con el ceño fruncido. Su esposo, Pachito, cuando eran novios la llenaba de regalos y ahora eso escaseaba, todo se había vuelto más complicado. A pesar de todo, ella no había dejado de ver el amor como algo bonito. Yo hacía mis esfuerzos por llevar el hilo de la conversación, pero debía estar atenta a no dejar caer o no arrancar alguna vaina, si hablaba mucho me perdía de la enredadera en la que iba y ya las piernas me estaban empezado a arder.


Al ser la ultima cogida antes de tumbar el entablado, la cosecha era menos, pero sin importar eso, el costal se llenaba y se sentía en mi hombro cada que necesitaba moverlo. 10 kilos, 20 kilos, 30 kilos… eso era mínimo, la velocidad con la que recogía era despaciosa y mi cansancio de estar todo el tiempo de pie era absurdo a comparación con el trabajo que habían hecho los demás.


El paisaje campesino es como una colcha de retazos tejida a golpes de azadón.

Foto: María Antonia Echeverry.


Huevitos en mantequilla

Eran casi las 9:30 a.m. y estábamos rellenando los costales, un trabajo que requiere fuerza para tratar de presionar todos los granos en sus vainas y hacer más espacio. El sol se asomaba y con él, el calor de la mañana nos empezaba a debilitar. Verónica había llevado desayuno en su moral. Recostamos un tronco, y ahí nos sentamos. La primera coca era de las arepas, la segunda de un quesito campesino miniatura, la tercera de la mantequilla. Por último, la de los huevos, que eran especiales. Alguna vez escuchó de mi familia que no me gusta el tomate y al entregármela me dijo: “Yo estaba muy animada haciéndole huevitos con tomate y cebolla cuando me acordé que eso a usted no le gusta. Entonces se los hice en mantequilla”. Un gran detalle, yo iba a trabajar, la comida no estaba en mis planes y sin importar, me complacían. La botella del chocolate se le había quedado así que desayunamos con jugo que ella había preparado para estar tomando mientras trabajábamos.

Mientras comía veía como sus manos se habían agrandado y cómo, sin usar guantes, no tenia ni una sola herida. La costumbre, pensé.


Los bultos

Habíamos terminado y apenas era medio día. Entre los tres se había logrado recoger casi 200 kilos, pero el camino del lote a la casa con ese peso en las espaldas era una odisea con muchas pausas. Después de un rato se logró subir todo lo recogido y como ellos decían: “Estuvimos de buenas”, habíamos tenido bueno clima, aunque el sol, después del desayuno nos había golpeado un poco fuerte. Porque, aunque el cultivo estuviera un poco lejos de la casa, hay otros más difíciles de acceder. Porque al final lo habíamos logrado y recogimos la última cosecha del cultivo.

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