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El primer cuarto de siglo de la plaza que le dio forma a Ciudad Botero

  • Foto del escritor: Contexto UPB
    Contexto UPB
  • 12 nov
  • 9 Min. de lectura

La Plaza Botero nació como símbolo de una transformación urbana y logró el propósito de atraer visitantes del país y del mundo, pero se convirtió en el espacio que habitan quienes trabajan y viven de ella, lo que la vuelve en una fuente de historias de la ciudad desde hace 25 años.


Juan José Yath / juan.granadosg@upb.edu.co


Entrar a la Plaza Botero desde el viaducto del metro es ser recibido por algunas de las 23 esculturas que hay del artista que da nombre al lugar. Junto a ellas, hay puestos de comerciantes extendidos en diferentes zonas de la plaza. Los productos van desde souvenirs, imágenes de las pinturas de Botero, surtidos de comida, fotografías y hasta personas de restaurantes cercanos para mostrar la carta de los almuerzos.


La explanada quedó donde años atrás había negocios tradicionales del centro, principalmente litografías y algunos billares reconocidos, una manzana completa que desapareció como parte de un proceso de transformación que buscaba una nueva ciudad, una tocada por el arte y específicamente la obra del de uno de los nombres más reconocidos en la materia: Fernando Botero.


Al Museo de Antioquia ya le había hecho varias donaciones, hasta que a finales del siglo XX se decidió a entregar parte importante de su obra para que fuera expuesta en su país. Su propuesto tuvo más eco en Bogotá que en su región natal y fue cuando ya se hablaba de las obras que iban para la capital, cuando gestores culturales y empresarios de la región, liderados por Pilar Velilla, pusieron el entonces llamado Museo de Zea a disposición de la idea del artista pictórico colombiano con más proyección internacional.


Que la obra de Botero tuviera un espacio adecuado, derivó en el cambio de sede y de nombre de la institución, llamada desde entonces Museo de Antioquia. En la antigua sede del gobierno municipal se transformaron oficinas y salas de reuniones en galerías de arte. Los negocios y paseos comerciales de la manzana en frente dieron paso al museo a cielo abierto que es hoy la plaza.



Un lugar de trabajo

Lo que se concibió primero como un atractivo turístico se pensó también como un espacio que daría oportunidades de sostenimiento económico. Ninguna proyección seguramente contemplaría el modo en que hoy decenas de personas trabajan al tiempo que disfrutan en primera fila la forma en que la plaza y sus esculturas cautivan a los visitantes.


Marco Antonio Londoño es Guía turístico de Ciudad Botero, quien en sus descansos se sienta cerca a los comerciantes para hablar, en medio de la costumbre de ver personas de distintos orígenes, no solo fuera de Medellín y Antioquia, sino del país. “Es un museo abierto al mundo”, como la describe.


“Hay personas con las que yo he tenido la oportunidad de compartir, que son personas que vienen desde países que yo nunca he escuchado y vienen solamente con un propósito, interactuar con las esculturas”, resalta Londoño.

  

Muchos de los trabajadores de la plaza están organizados y amparados por una organización llamada Asobotero. Alberto Ávila es su representante legal, la persona que habla en nombre de sus compañeros con los que a menudo conversa. Enfatiza que uno de los compromisos que tiene el colectivo es mantener la plaza limpia, ya que no solo es un campo de baldosas y esculturas, sino que cuenta con zonas verdes a su alrededor con diferentes tipos de plantas, además de fuentes que le dan variedad al paisaje.

 

En su posición de representante y también de líder social, Ávila reconoce el impacto económico en sus compañeros agremiados: “La plaza de Botero ha sido una rentabilidad muy, muy buena para nosotros los vendedores e independientes, con la cual nosotros salimos de un día a día a trabajar y la plaza de Botero ha sido una bendición y es un legado muy hermoso que nos dejó el maestro Fernando Botero”.


Su rutina transcurre a veces en uno de los puestos comerciales con bancas del sector. Trata de gestionar las necesidades de sus compañeros con quienes comparte el día a día. Una de ellas es que “en vez de pronto de desestimar al ventero, ubicarlos, organizarlos y ponerles un módulo a los venteros que tienen el manejo dentro de la plazoleta. Darles un trato digno y algo bonito para ellos, como son los módulos que siempre estamos pidiendo”, dice Ávila.


Unos metros más allá, en uno de los bancos públicos junto a un árbol, se sienta con frecuencia Claudia Ocampo, al lado de sus termos con tinto que vende a quienes circulan. Ella antes se dedicaba a vender café y periódicos junto a un semáforo, un trabajo agotador que le obligaba a estar todo el día parada bajo el sol. Es una época que ahora ella cuenta con el árbol dándole sombra.


Además de los tintos, Ocampo ejerce como trabajadora sexual. Los ingresos que ella recibe en total varían con el día. “Pues hay veces bien, otras veces mal. No sé, que a veces viene mucha gente, otra vez no viene casi. El tiempo, a veces la lluvia no deja trabajar”, menciona Ocampo.

 

Sin embargo, reconoce que gana más que cuando trabajaba al lado del semáforo. Desde el banco donde se sienta se puede ver las esculturas de un hombre y una mujer que se miran de frente, llamadas “Adán y Eva”. Cuando su hijo era pequeño, los dos pasaban a veces por la plaza luego de recogerlo de una guardería cercana y, al pasar por la escultura de la pareja, el niño decía que eran papá y mamá, un recuerdo con su hijo que ella atesora. De eso hace 15 años.

 

Caminando en dirección a los bordes del Museo se sienta Marisol Rueda junto a otros compañeros con los que pasa el rato. Ella también es trabajadora sexual y desde su ubicación tiene la vista de casi todo el parque, incluyendo una fuente y la ahora peatonal Carrera Carabobo, por la que no dejan de circular en ida y vuelta una mezcla entre turistas, ciclistas y peatones que hacen diligencias o trabajan en los alrededores. A Rueda le gustan las esculturas y cómo los turistas llegan y disfrutan de ellas, junto a lo organizado que es el parque, comparado con otras zonas del Centro.


“Este parque me parece que es como un parque muy organizado, porque, si van al parque de Berrío, eso allá es como si fueran cantinas, ese desorden, eso allá con esas chazas, todo el mundo bebiendo, eso no parece como un parque allá, me parece horrible. Entonces, el parque más organizado es el Botero”, menciona Rueda.

“Bueno, y no me gusta que estén sacando a las mujeres que están trabajando acá, porque igual no nos están dando nada y esto es un parque normal […] Entonces, si no quieren que uno no esté acá, pues que le den algo a uno”, menciona. Entre las personas que se dedican al trabajo sexual se han producido roces, especialmente entre personas nacionales y migrantes, como uno de los principales problemas de convivencia en el sector.


Escenas y detalles de la vida en Plaza Botero, el eje de Ciudad botero. Fotos: Juan José Yath


Otros trabajadores del sector

Aun así, trabajar en Ciudad Botero le ha brindado a Rueda y a sus compañeros diferentes beneficios, desde la entrada gratuita al Museo, hasta participar en varios proyectos que maneja esta entidad. Uno de ellos es La Banca Azul, una iniciativa de mediación de lectura, escritura y oralidad, con apoyo de la Fundación para educación y la cultura MUV. Se encuentra al lado de las escaleras hacia el museo. La figura que la simboliza es de una bancacicleta para representar los vehículos de venta ambulante. La persona que lo coordina es Juan David Lopera, quien también es coordinador de gestión del conocimiento del área de educación del museo. Su compromiso por el contacto con las personas de la plaza le ha vuelto muy cercano a varios de quienes trabajan allá, por lo que no se puede pasar por la plaza sin al menos hacer varios saludos cordiales en el proceso: es uno de los puentes entre quienes habitan el espacio y el Museo.


“[En La Banca Azul] se median procesos de lectura, escritura de oralidad en diálogo con las colecciones y obras del museo, tanto las obras de arte de la colección como las obras y materiales que están disponibles en la biblioteca. Entonces por eso me parece importante que vengamos acá, porque acá es donde tú vas a tejer el diálogo con algunas de las personas que constantemente habitan, viven y también sobreviven en la plaza Botero”, explica Lopera.


Rueda es una de las que participan seguido en las actividades, que le da la bienvenida a quienes se mantienen en la plaza, así como a turistas o visitantes que se interesen al ver una carpa con un vehículo parecido a una bicicleta llevando una vitrina de libros. Es un pequeño espacio que integra a las comunidades una o dos veces por semana por medio del arte para leer, conversar e incluso realizar escritos. En una de las jornadas tocaron el tema de la fantasmagoría y colgaron textos e ilustraciones hechas a mano por los participantes.

  

Erika Petro también es mediadora en el equipo de la Banca. Parte del trabajo es estar en la plaza y recibir a quienes vengan para las actividades, a la vez que observa sus alrededores y ve el flujo de personas de diferentes lugares, clases sociales, profesiones, etc. Es entonces un espacio de convergencia, “para leer lo que sucede con toda la diversidad, porque como confluye tanta gente, confluyen historias de diferentes clases sociales, de diferentes lugares del valle, como que es un lugar de encuentro […] El hecho de que el proyecto se dé en la plaza Botero nos da la perspectiva y la posibilidad de hacer lectura, escritura y oralidad con gente de una diversidad, pues, muy plural.


El Museo de Antioquia también organiza el evento Vive la Plaza, que durante varios días ofrece eventos para integrar a la población alrededor de la plaza, lo cual también genera roces por el uso del espacio que usualmente ocupan los venteros. Desde talleres, música y películas, hasta conversatorios abiertos al público hacen parte de la agenda.


En su labor de coordinador con el equipo de educación, Lopera también frecuenta la Casa del Encuentro, antigua sede del Museo, separada solo por un corredor. Allí se encuentra una biblioteca abierta al público y un centro de documentación sobre diferentes temas. El equipo realiza diferentes talleres en los que también participan quienes habitan de alguna forma la plaza.


Vilma Beatriz Saraque, conocida también como “La Pinky”, es partícipe de los talleres, especialmente el de derechos humanos. Ella es trabajadora sexual y a veces pasa por la plaza, porque frecuenta más la cercana Iglesia de la Veracruz. Considera que estas actividades han sido un espacio de aprendizaje y ayuda para ella, quien ha sido víctima de violencia y discriminación en diferentes momentos. Cuenta que, con la formación que recibe, ella aboga por un mayor respeto entre todos, así como mejor escucha.


Para la Pinky estas habilidades son un reto en su condición. “Porque por la noche no se ve aquí nadie, muy pocos [policías] y siempre lo miran a uno como el ave rapiña”. No obstante, sus gestos dan cuenta de su buen humor, así como el toque de estilo que le dan sus gafas sin lentes.


Dentro del equipo de educación también se encuentra como mediador Juan Carlos Gómez, quien denomina este trabajo como el ser un “puente”. Ese nexo para hacer que personas que transitan de forma permanente o pasajera por la plaza se conecten con las obras del museo. Él también es conocedor de lo que significó la plaza para el sector.


“Cuando llega Ciudad botero, no solamente transforma el espacio público, sino que también transforma las dinámicas de comunicación que tiene el museo con sus alrededores. A partir de ese momento se empieza a ejecutar el programa Museo 360 que se pregunta quiénes son los vecinos, cómo los podemos impactar”.


En sus 3 años trabajando en el museo, Juan Carlos aprendió de los puntos de vista de personas con distintos trasfondos con las que tiene contacto dentro de la plaza. “Habitar y persistir en la plaza con los programas del Museo me ha permitido personalmente ser mucho más empático y tener una dosis de humanidad en estos discursos, los planes académicos que tienen que ver con las artes”, cuenta. Gómez ha sido testigo de los contrastes entre lo que era la plaza ahora de cómo era años atrás. Conserva el recuerdo de pequeño de pasar por la carrera Carabobo en bus cuando todavía circulaban vehículos.


En cuanto al futuro, el Museo tiene pensado expandir Ciudad Botero hasta el espacio del parqueadero de la entidad y con ello tener mayor conexión con otras plazuelas del sector. “Crear entonces un espacio público continuo que trate comunicarse con la plaza Zea [Francisco Antonio Zea] y posteriormente sobre otras plazas que miran hacia la Plaza Minorista […] Es pensar una extensión de la Plaza Botero hacia ese costado occidental”, señala la directora María del Rosario Escobar.


Ciudad Botero es entonces un espacio de convergencia de diferentes orígenes, de diversas polémicas en torno a cuestiones que a todos interesan. Esa notoriedad quedó en evidencia durante el encerramiento de 2023, un mal llamado “abrazo” que rodeó la plaza con vallas para disminuir la inseguridad. Para entrar tocaba pasar por un control de la Policía y el aspecto o las supuestas intenciones podían generar prejuicios y, tal vez, la negación de la entrada.


En su visión de futuro, la directora Escobar ratifica la condición actual de la plaza, de ser “abierta, libre y democrática “. Y aunque reconoce que pueden controlar todas estas situaciones sin el apoyo de los organismos públicos, el Museo actúa para mantener el carácter de referente turístico y cultural, que incluiría proporcionar un espacio cómodo para estar. En ese propósito han logrado sumar a la comunidad alrededor.


Razón le da el hecho de que las tensiones no han frenado a la plaza de ser uno de los puntos de visita más populares en la capital antioqueña. Un lugar que, como dice Érica sirve “para leer a Medellín, al Valle de Aburra”, e incluso, “leer a Colombia”.

  

 

 

 

 

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