Lenta libertad
Esta es la historia de un viaje a la cuna de la especie de tortuga ribereña única en Colombia y cómo es el camino hacia su hábitat natural.
Valentina Marín / periodico.contexto@upb.edu.co
En ese “rinconcito de Colombia”, golpeado años atrás por el narcotráfico y el paramilitarismo, el plan que nos esperaba no se trataba del turismo morboso en una hacienda o en una cárcel secreta. Esta vez, seríamos testigos de cómo quince tortugas recién nacidas, de manchas amarillas diminutas en su nariz y patas del tamaño del dedo más pequeño del pie emprendieron su recorrido hacia el encuentro con su nuevo hogar entre el río y la selva.
La sensación térmica de 40° centígrados, la ropa pegada por el sudor y la piel grasosa por el bloqueador no fueron impedimento para ver el resurgimiento de una comunidad a través del turismo sostenible, conocer a la guardiana de estas especies salvadas de ser mascotas o una cena familiar y vivir de cerca las lecciones de la naturaleza.
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La cita era muy temprano en la mañana, pero la lluvia, que no había mostrado rastro los días anteriores, decidió estar en todo su esplendor. La reunión de zancudos en nuestra piel como banquete había cesado, pero un árbol caído estaba bloqueando la única vía por la que se llega a la “Estación de la Alegría” o Estación Cocorná, nuestro destino.
—¡Chicos, ya! ¡Nos vamos! —dijo Nicolás, el guía del grupo, haciéndole honor a la emoción que teníamos guardada desde Medellín y que se notó cuando en menos de un minuto yo ya estaba montada en el bus, aunque los viajes en carretera ya no sean mi plan favorito.
Muchos árboles de poca altura y raíces grandes en medio de la sabana, ganado alrededor y campesinos a caballo intentando controlarlo, restaurantes y paraderos para los camioneros, plantas de fábricas gigantes, casitas de una sola pieza, el Hotel Dubái, el Santorini colombiano y hasta la posibilidad de estar en un Safari fueron el as bajo la manga del camino antes de llegar a Santiago Berrio.
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Santiago Berrio es un corregimiento del municipio de Puerto Triunfo. Allí en 1935 encontraron petróleo, instalaron una máquina de extracción y ni una gota le tocó al pueblo. Pero como la naturaleza es generosa, sí les dio el Río Claro Cocorná Sur, fuente de ingresos y principal sustento.
El parque principal no era muy grande. El negocio donde antes se jugaba billar estaba abandonado, casi con el techo destruido, con olor a madera húmeda, rejas oxidadas y las paredes agrietadas. Había pocas casas alrededor, casi todas de madera, con las sábanas extendidas en el balcón y con algunos palos gruesos haciendo las veces de columna; niños de bermuda y sin camisa jugando en el campo de arena que servía de cancha y la única tienda ya tenía tres clientes tomando cerveza.
Leonardo y Darío, dos habitantes de la vereda; vestidos de jean oscuro y camiseta de cuello; uno con sombrero y el otro pelinegro; pero ambos cincuentones y con los cachetes colorados por el sol, eran los conductores. Nos estaban esperando en dos motos Suzuki en los rieles de la estación del ferrocarril y ruta del único y más ágil vehículo en el corregimiento, el cual no tiene forma de tren, pero anda mejor que uno: el motorriel.
Nicolás ya nos había mencionado cómo sería la llegada al tortugario. Sin embargo, ni las fotos ni las palabras lograron pintar en lo que consistía. Si en Cartagena hay carrozas y en Santa Fe de Antioquia mototaxis, en este lugar había dos tablones unidos por una soga desgastada, dos llantas de riel a lado y lado, sillas plásticas para los pasajeros y una soga más para unir la moto y llanta delantera a todo el montaje.
No había de dónde sostenerse, tampoco había techo para protegerse, pero sí una vista panorámica de gallinas descuidadas atravesando la vía, perros con la cola metida entre las patas asustados por el ruido y gatos sentados en las ventanas. Casas de madera sin divisiones ni cortinas, techos de latas, solares enormes y fogones de leña. Niños jugando, madres amamantando a sus hijos y abuelos trabajando la tierra. Carteles con fotografías de políticos cubriendo las tejas y unas cuantas propagandas prometiendo el cuento de “pagar menos impuestos” en los postes de luz. Fueron casi 20 minutos a 40 kilómetros por hora aproximadamente, con el sol penetrando la piel y el viento enredando el cabello.
La protección de especies de fauna local está vinculada a la oferta turística de Puerto Berrío.
Cortesía: Santiago Upegui.
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—Ey, Chavita —saludaron enérgicamente desde la esquina a una señora de poca estatura, camisa manga larga gris, leggins cafés y aretas plateadas en forma de tortuga. Tez morena, cabello negro mezclado con algunas canas y uñas cortas decoradas con el “francés”.
—¡Qué hubo, mi muchachito! —respondió con una sonrisa literalmente de oreja a oreja.
Todos volteamos a verla y cuando con los brazos abiertos nos dijo “mi corazón salta de alegría de tenerlos aquí”, supimos que era la famosa Isabel, a quien solo había que escucharla o mirarla a los ojos para saber que alma, vida y corazón le pertenecen a sus “niñas”, como llama a los huéspedes del tortugario rescatados de ollas calientes, apartamentos, niños antojados y carreteras del país.
Isabel Romero, guardiana de los recursos naturales, es casi el ángel de las tortugas. Creció sin mamá y toda la vida fue criada por su papá, un hombre dedicado a sus hijos y a las tantas mujeres que tuvo. Su última madrastra, como en un cuento infantil, no la quería y la educaron creyendo que su única labor era tener hijos y decirle al esposo cuando llegara de trabajar “venga mijo le limpio los zapatos y le llevo limonada”.
Parte de eso lo cumplió. Tuvo cuatro hijos y hasta en los trabajos de parto le tuvo que pedir permiso a su esposo para ir al hospital porque él creía que lo que ella quería era “mostrar la cola por allá”. Aun así, siempre supo que su destino era diferente, que no pasaría toda la vida detrás de un hombre y se lanzó a crear lo que siempre quiso.
Tiempo después empezó a estudiar, luego de hacerse una promesa y como condición para ser parte de la junta en el Comité de Conservación. El obstáculo ya no era el cuidado de sus hijos y mucho menos las esposas del papá, sino otra vez su esposo que no le daba permiso de ir porque, según él, “ella se iba a conseguir otro macho”. En contra de eso, se matriculó a una técnica en el SENA, presentó su proyecto de grado y consiguió su título. El Centro de Conservación de Tortugas de Río era la materialización de su sueño, lucha incansable, amor a sus “chiquitas” y un toque de desobediencia.
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El Tortugario estaba a unos pasos después del “Túnel del Amor”, un sendero romántico y refrescante en medio del calor. Una tortuga grande hecha en concreto, que cumplía la función de espantar a cualquier tipo de depredador, era la bienvenida a la casa de las “niñas”. Un sendero en piedra, muchos mosquitos y tortugas de diferentes especies caminando a paso lento o nadando eran los anfitriones del Centro. Estábamos junto a una especie que no se encontraba de forma natural en ninguna otra parte del mundo: la Ponodecmis Lewyana.
—Les cuento que esta es la historia de un papá alcahueta, un niño antojado y una mordedura —nos dijo Chava mientras con dificultad se agachaba a buscar dentro del agua una tortuga asustada.
—¡Ay mírela, ahí va! —le avisábamos emocionados cada vez que la veíamos pasar por sus pies.
—¿Será que se fue a callejear? Es que no la he podido encontrar y está cieguita ¡Qué tal que viera! —respondió entre risas tocando el agua hasta que la pudo agarrar.
Ziggy era el nombre de esa pequeñita con machas amarillas y verdes en su cabeza. Las patas traseras estaban tiesas, síntoma de que estaba enferma. Sus ojitos estaban cerrados, o más bien pegados, y cada vez que alguien le pasaba el dedo cerca de su boca intentaba agarrarlo, pero no le atinaba.
Ella era “mordelona” y esa fue la razón por la que ese niño le cogió tanto miedo a su “mascota”. Cualquier día, el papá decidió encerrarla en un cuarto sin saber que al menos tres horas del día debía estar sumergida en agua. Le causó una conjuntivitis incurable y, por su condición, estaba obligada a morir en el tortugario o quedaría indefensa en el medio natural.
Machi y Pancha también tenían su pasado. Ambas eran discapacitadas: Machi por un machetazo que le quitó parte de sus dedos y Pancha porque sus dueños pensaron que era muy divertido ponerla a nadar en una piscina, a pesar de que estaba hecha para todo menos para eso.
Sin embargo, la consentida de la casa era Lupita, la más bebé. Los rostros de ternura y una que otra mano intentando tocarla no se hicieron esperar ante ese caparazón en miniatura. A su corta edad tampoco había corrido con la mejor de la suerte, pero tuvo un final feliz cuando fue rescatada.
Una de las "egresadas" de La Estación de la Alegría. Foto: Santiago Upegui.
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Al compás de “síganme los buenos” y en fila india detrás de Isabel llegamos al auditorio. Un salón grande, casi al aire libre, con las paredes llenas de fotografías de distintas tortugas en diferentes poses y paisajes, una vitrina llena de porcelanas, artesanías y alcancías en todos los tamaños, motivos y colores, y algunos recortes de periódico enmarcados. Ahí me di cuenta de que este lugar tenía su historia por contar y que merecía tener más de esas cinco palabras frías como titular
Entre su “saludo tortugólogo” y algunos secretos, nos contó que la temperatura define el sexo de las tortugas, que el plastrón de los machos es cóncavo y el de las hembras plano, que les encantan las proteínas y los vegetales, que vive enamorada de las más chiquitas y que cuando alguna de ellas la muerde, la perdona. Aunque lo que más llamó mi atención fueron esas dos ventanas, una con cortina rosado bebé y la otra azul oscuro, diferenciadas por dos pedazos de papel impresos en letra Arial mayúscula que decían “machos” y “hembras”.
—Les vamos a mostrar lo más lindo que tenemos aquí —nos invitó emocionada a la ventana de cortina azul cuando su esposo le dio la señal.
La sorpresa era un señor moreno, de manos grandes, bigote abundante y gorra del Junior de Barranquilla destapando con cuidado dos cubetas cuadradas y transparentes, llenas de arena y con seis huevos blancos separados entre sí.
—Cada uno de ellos tiene su partida de nacimiento y fueron salvados de ser pisados por una vaca buscando comida o de la agresiva corriente del río —nos explicó.
La premisa del Centro es no tener fauna en cautiverio, por eso el futuro de esos “niños” y “niñas” sería nacer, coger defensas debajo de la arena, pasar a la piscina de bebés, sanar su ombliguito y esperar a que alguien como nosotros la acompañe hasta el lugar donde debe estar.
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Ese territorio llamado Magdalena Medio ha ocupado los titulares más sangrientos de la prensa. Puerto Triunfo fue casa de uno de los narcotraficantes más peligrosos del mundo, autor de atentados y años violentos en el país, y en una de las orillas del Río Magdalena existió un sitio conocido como “Saca Mujeres” en donde “a los muertos los sacaban amontonados”.
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, hay un registro de más de 320 cadáveres encontrados en el afluente desde 1982. Sin embargo, las cifras son inciertas porque es difícil encontrar a los muertos en el río y por esa razón “han sido el lugar preferido por los grupos armados”. Incluso, se ha dicho que si esas aguas hablaran, dirían los nombres de todas las víctimas que flotaron, a veces enteras y otras veces no, por sus aguas. El Río Claro Cocorná Sur terminaba su recorrido en el Río Magdalena y ese día sería testigo de la libertad. Era como si la naturaleza tuviera un mensaje.
—Hoy cada uno de ustedes va a ser padrino y madrina de una tortuga que se encuentra a un paso de estar extinta del planeta —nos dijo Yamith, el hijo de Isabel, marcando el inicio de un momento muy importante para todos.
Estábamos bajo un cielo azul clarito y despejado, y al frente del río que en un día sin lluvia es verde azul cristalino. Nos dieron la orden de organizarnos detrás de una línea marcada en la arena a unos cuantos pasos de la orilla. Ese era el punto de inicio de la carrera que estaba a punto de empezar y cada paso que ellas se quedaría guardado en su memoria con el propósito de poder regresar a ese mismo lugar a dejar los huevos de futuras nuevas especies.
En mi cabeza estaban sonando los versos de la canción La Naturaleza, de Los Cafres que dice “la naturaleza te habla y enseña. Su mensaje es claro. No hay por qué entender implícitamente todo…” y estaba segura de que la naturaleza nos estaba hablando cuando ellas, a pesar de tener miedo, confiaron en nosotros sacando su cabeza del caparazón.
Al fin ya la tenía en mis manos, empujando con sus patas traseras y viendo frente a sus ojos la inmensidad que se merecía. Me agaché para que no corriera peligro de caerse mientras Yamith nos decía “repitan después de mí: yo adopto esta tortuga y me comprometo a su cuidado y conservación”. Todos lo hicimos al unísono y luego pasamos al momento más esperado: “pueden soltarla cuando quieran”.
La mayoría se fueron rápido, sin pensarlo y dispuestas a ser las ganadoras. Otras dieron pasos cortos, lentos y devolvieron al sentir que el agua las tocó. Sin embargo, algunas se despidieron. Se quedaron cerca de la orilla, nos hicieron creer que se iban, pero de la nada sacaron su nariz del agua y después se dejaron llevar por la corriente. Ahí fue cuando ocurrió la magia.
A la que me eligió le deseé larga existencia, no caer en el pico de una garza o en las manos de otro papá alcahueta y bajo el atardecer dorado navegando el Río Magdalena me la imaginé nadando libre en ese río sin fin que estaba dejando atrás su historia del pasado para ser ese día un gran anfitrión de la vida.
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Trabajo realizado en el curso Periodismo IV, orientado por la profesora Carolina Calle.
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