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  • Camilo Perez Montoya / camilo.perezm@upb.edu.co

Una Semana Santa en el exilio

Un testimonio vía wi-fi de una Semana Santa inédita en la historia de la Iglesia Católica: reflexión y oración a 3,25 mega bytes por segundo, en el término de la distancia impuesta por la pandemia de coronavirus.

El rey David, segundo rey de Israel, recibió directamente de Dios los planos para construir el Templo de Jerusalén. No fue él, sino su hijo Salomón quien en el cuarto año de su reinado llevaría a cabo la construcción de un nuevo Tabernáculo donde la nación hebrea podría confluir a adorar la presencia del Dios de los judíos. Este, imponente, se levantó sobre el Monte Moriá con todo el esplendor que Salomón le agregó: madera de cipreses, cedros y olivos silvestres talladas con decorados y puertas, pisos y paredes cubiertas de oro macizo.


La opulencia del Templo fue siglos después opacada por la invasión babilónica a Israel y, a manos de Nabucodonosor, el Templo con la ciudad fueron destruidos y el pueblo expulsado a una tierra que no correspondía a la que su Dios había prometido. Esa fue una de las tantas veces en que el pueblo judeocristiano no pudo congregarse en el lugar que habían erigido para la invocación de su dios.


La Semana Santa de 2020 se une a los momentos históricos donde la iglesia, considerada como el cuerpo y no el edificio, ha tenido que disgregarse. Esta vez, la primera luna llena de primavera, que tradicionalmente da el inicio a la mayor festividad del cristianismo, marcó el comienzo de una semana que transcurriría entre más pena que gloria y de forma diferente a lo habitual. La Semana Mayor vendría a un mundo convulsionado por una pandemia que obligó a la población mundial a confinarse. Para el día donde los ramos conmemoraban la entrada triunfal del Mesías, ya el mundo sumaba más de un millón cien mil casos confirmados y alrededor de sesenta y dos mil setecientas muertes, según cifras de la Organización Mundial de la Salud.


A puertas cerradas


Al mundo llegaron imágenes de la basílica de San Pedro como nunca antes de había visto en la Semana Mayor para los católicos. Foto: Vatican.va.


Rodeado de una Italia herida y agrietada por un verdugo microscópico que le pasaba un saldo de 15362 fallecidos, el papa Francisco ofició su misa de Domingo de Ramos encerrado en la Basílica de San Pedro. Esto, observando las indicaciones de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en el decreto En tiempos de Covid-19 que ordenó que los ritos de esta semana fueran oficiados sin el pueblo, “evitando la concelebración y omitiendo el saludo de paz”. Asimismo, el lavatorio de los pies, la misa crismal y las demás procesiones debían ser omitidos y/o pospuestos para fechas más indicadas.


El esplendor y la monumentalidad de la Basílica de San Pedro hacían resaltar la soledad con la que Francisco y un séquito de religiosos desfilaban para iniciar la eucaristía. El octogenario obispo de Roma vestía de rojo, como es lo usual para las celebraciones de Semana Santa y Pentecostés, y lo adornaba el palio arzobispal, distintivo de los obispos y que predica el cuidado de un pastor que carga sus ovejas al hombro. En su mano, un báculo que termina en un crucifijo, que también evoca el cayado del pastor que da aliento al salmista en el bien conocido Salmo 23 y sobre su cabeza, la mitra simple que imita la indumentaria de los primeros sacerdotes hebreos.


El papa bendijo los ramos con el hisopo empapado de agua bendita y balanceó el incensario sobre el altar y la Escritura. El texto que abrió la celebración fue aquel donde el apóstol Mateo narraba la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén sobre un burro y entre una multitud que tendía una alfombra de ramas para él y clamaba a las alturas ¡hosanna!, porque su salvación había llegado de los cielos. A la voz de Mateo, se unieron en la liturgia de la Palabra la del profeta Isaías desde las montañas de Israel, la del salmista y rey David desde su trono en Jerusalén y la del apóstol Pablo desde las celdas de Roma para la tierra de Filipos.


Una voz que clama en el caos


<< Presidiarios, capellanes, voluntarios, víctimas de convictos, médicos, guardianes de las cárceles italianas prepararon las reflexiones para el Via Crucis celebrado en una Plaza de San Pedro solitaria. Foto: Vatican.va.



El mundo ansiaba un mensaje de esperanza, una palabra de aliento que podía venir de la boca del líder de la religión más confesada en el mundo. Ese día, la lectura del Evangelio según San Mateo retrataba la última cena de Jesús con sus discípulos: un momento de suma tensión donde Jesús lava los pies de sus amigos, comparten el pan y Jesús revela quién lo va a traicionar. Los momentos en el Getsemaní antes de que fuera capturado enseñan a un Jesús humano, más parecido a nosotros: está angustiado por la muerte y clama vehemente a su padre que lo libre si así es su voluntad. Era un Jesús en crisis, como lo estaba el mundo en ese momento. El relato avanzó hasta que Jesús da su último respiro en la cruz y ahí, guardando respeto por el sacrificio expiatorio del Hijo del Hombre, todas las aproximadamente treinta personas en el recinto se arrodillaron y guardaron silencio.


De ese relato, el papa da un parte de esperanza para la familia humana alrededor del mundo: “Hoy, en el drama de la pandemia, ante tantas certezas que se desmoronan, frente a tantas expectativas traicionadas, con el sentimiento de abandono que nos oprime el corazón, Jesús nos dice a cada uno: ¡Ánimo, abre el corazón! ¡Ánimo, sentirás el consuelo de Dios que te sostiene!”. Era un llamado a ver al Jesús que humillado sirvió a la humanidad, uno que sufrió la traición, el abandono y la deslealtad y que entiende el sufrimiento humano.


Inspirados en ese Jesús, Francisco animó a vivir una vida de servicio, asegurando que “la vida no sirve sino se sirve, porque la vida se vive desde el amor”. Un servicio y una conmiseración necesarias en tiempos de pandemia y un servicio que para el papa resalta a los verdaderos héroes, a los que no han temido entregarse por los demás porque son valientes para amar. Ese Domingo de Ramos, Francisco le recordó a un mundo despojado de su cotidianidad, que la alegría más grande radica en el amar.


Una semana para la historia


Para cuando terminó esa Semana Santa, en la que nadie se dio la paz ni recibió la comunión, la cifra de infectados según la OMS estaba por alcanzar el millón setecientos mil. Francisco ofició la misa de Domingo de Resurrección tal como lo hizo el primer día de la semana; en las lecturas se conmemoraba dos sermones del apóstol Pablo avivando a la incipiente iglesia con la esperanza del Cristo resucitado y lo mismo hizo el papa.


La homilía no la compartió durante la misa, sino durante la bendición Urbi et Orbi que generalmente se reserva para Navidad y Domingo de Pascua, pero que ya días antes, por las situaciones excepcionales que pasaba el planeta, la había proferido. La de ese día proclamaba con alegría que Jesús había resucitado: “Esta buena noticia se ha encendido como una llama nueva en la noche, en la noche de un mundo que enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la pandemia que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba”.


Invitó al mundo a contagiarse de esa esperanza que el cristianismo proclamaba en su conmemoración más importante, contagiarse de corazón a corazón y dejar que el sufrimiento de Cristo sane las heridas de una humanidad desolada. Además, recordó que no es tiempo para ser indiferentes a la realidad del mundo: hizo llamados al alto al fuego mundial, al fin de la guerra en Siria, Yemen, Irak y el Líbano; a la paz entre Israel y Palestina y al fin del sufrimiento en Venezuela.


En la segunda bendición Urbi et Orbi en menos de un mes, el Sumo Pontífice no solo envió un mensaje para reconfortar los espíritus en medio de la pandemia, sino que volvió a poner en la agenda conflictos y problemas cuya gravedad no se atenúa ante la emergencia sanitaria mundial. Foto: Vatican.va.


Francisco cerró la Semana Santa de 2020 sin multitudes en la Plaza de San Pedro, con un pueblo silente detrás de las cámaras que transmitían para el mundo entero, un pueblo en el exilio como Israel en Babilonia, pero reafirmando el mensaje de Jesús como uno que puede seguir arrojando luz sobre un mundo que constantemente se enfrenta a las tinieblas, y esta vez las de una pandemia que vino a socavar nuestra frágil realidad.





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