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Silencios en el Oriente. La violencia sexual contra los hombres en el conflicto armado

Sara Isabel Yarce Mesa / sara.yarce@upb.edu.co

El cuerpo carga con lugares que se recuerdan llenos de miedo y nostalgia. Para Andrés, recordar la Villa Olímpica es revivir tantos años de amistades y deporte, recuerdos alegres manchados por la violencia sexual que vivió allí. Ilustración: Sara Yarce.


“ 'Saque su armamento que yo ya saqué el mío', dijo amenazante y puso el arma sobre la mesa. El sudor frío que me generan las charlas pesadas se convirtió en pulsaciones a mil, y el cuerpo parecía anclarse al suelo cuando obligaban a algún compañero a tener sexo con ellos”, recuerda Andrés con mirada cabizbaja. Como él, son miles de víctimas. Aún guardan silencio, más de 10 años después de lo ocurrido.


En Antioquia, desde 1985, solo 203 hombres han denunciado ser víctimas de violencia sexual ante la Unidad de Víctimas; la cifra a nivel nacional para estos últimos 34 años asciende a 2.049. San Carlos, municipio del Oriente antioqueño, fue el escenario donde Andrés y algunos de sus compañeros fueron agredidos sexualmente, sin embargo, en más de 3 décadas solamente cuatro de ese grupo de personas han denunciado, entre los cuales no se cuentan las dos víctimas que decidieron contar aquí su historia. Las cifras que rodean las mujeres son alarmantes en mayor medida, y por esto el trabajo llevado a cabo con ellas es más amplio y notorio; son 25 288 denuncias para el mismo periodo.


Dicho abismo, de más del mil por ciento entre las denuncias de hombres y mujeres pone en evidencia el silencio ante este tipo de violencia cuando se da hacia ellos; la invisibilización que se genera se debe a múltiples factores que dependen tanto de la persona, como de su familia, la sociedad y el Estado en general. Se calla por dolor, por protección y por vergüenza, principalmente.


Según César Buitrago, líder social de la región, es muy difícil tanto para menores como para adultos denunciar estos hechos o incluso contarlos a sus seres cercanos, en esencia por la cultura patriarcal en el Oriente antioqueño, que les impide reconocer que fueron ultrajados de tal modo en la guerra. Sin importar el tiempo transcurrido, ni los trabajos desarrollados para la reconstrucción del tejido social y la construcción de memoria histórica, apenas se está empezando a hablar con tranquilidad de estos temas, no solo por el dolor que se generó a las víctimas sino por el señalamiento que reciben de la sociedad, y en muchos casos, de sus familias. “Son menores y adultos que tuvieron que superar los hechos enmudeciendo. A pesar del auge de la violencia en el país las víctimas son estigmatizadas, y en muchos casos el silencio ocupa el lugar de garantía de seguridad para sus vidas y las de sus familias”, explica Pastora Mira, lideresa social de San Carlos.


“En nuestra cultura se tiende a estigmatizar al hombre sodomizado. Es como una marca, que puede ser subjetiva, ‘yo siento que esta experiencia me dañó’, o puede ser social, ‘allí va el violado, allí va el abusado, a lo mejor lo violaron porque es marica’ ”, explica Javier Villa, Psicólogo de Medicina Legal, y añade que tanto el maltrato físico como la violación son hechos que generan sentimientos de vergüenza en el hombre, los cuales conllevan a no hablar sobre ello, generando en la mayoría de los casos la impunidad de los victimarios y que los procesos de superación de los hechos sean mucho más difíciles.


“Yo quedé traumatizado. Me gustaba salir mucho de noche y ya no salgo. A veces vengo a trabajar en la noche porque me toca. Pero salir a una discoteca me da pánico porque ellos -los victimarios- se mantenían en discotecas. Incluso a dos amigos míos los sacaron de la discoteca La cascada y los mataron en El matadero. A las 5 de la tarde me devuelvo para la casa. Una vez intenté vencer el miedo y me quedé en una finca hasta las 8 de la noche; de solo sentir el latido de los perros me dio un ataque de pánico, cogí la moto y les dije: yo me voy, aquí me siento condicionado”, cuenta Juan mientras el movimiento nervioso de sus pies sacude la delgada mesa plástica tras la cual se esconden. Su trauma se deriva de la violación de la cual fue víctima cuando dos hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia lo citaron a las afueras del pueblo y abusaron de él. El miedo no le permitía más que acceder a sus peticiones, y al temer ser asesinado o desplazado con sus padres por tercera vez del municipio, decidió que la situación se mantendría en silencio.


Ver a sus victimarios repetidamente días después de lo sucedido no solo tensionaba su cuerpo, el pánico y los recuerdos volvían a apoderarse de él cada vez que rondaban por las calles. Pasados pocos días, uno de los victimarios se le acercó y le pidió un nuevo encuentro. ¿Cómo responder no a quienes dominaban el territorio, la vida en él y ahora su cuerpo? Durante varios años tuvo encuentros con él y con otros agresores más, hasta que estos abandonaron el municipio. Nunca volvió a saber nada de ellos. A pesar de que ahora vive más tranquilo, una década no ha logrado borrar las huellas que aquellos hechos le dejaron. Carraspea mucho al contar que cuando se hace tarde el cuerpo le comienza a temblar, la taquicardia se apodera de él y las manos le sudan hasta llegar a casa: aún no es capaz de salir de noche.

“De diez son una o dos las víctimas masculinas de violencia sexual que se acercan a declarar, por lo que se puede hablar de un sub registro”, expone Jorge Mario Alzate, Director de la Unidad de Víctimas, seccional Medellín, hasta septiembre de 2018. “A pesar de que la Unidad tiene un Programa de acompañamiento psicosocial de víctimas de violencia sexual dirigido a mujeres, no hay uno exclusivamente para hombres, ni siquiera ha sido pensado como mixto, y no es pensado como masculino por el número de víctimas que denuncian por estos delitos. Con ellos se da asesoría personalizada, si se solicita por la víctima”, prosigue Alzate.


Aunque se puede pensar que este tipo de violencia ha sido utilizada para la satisfacción sexual de los diferentes actores armados, con su uso sistemático lo que se pretende es la consecución y demostración del poder a través del control de los territorios y los cuerpos, como lo explica el Centro Nacional de Memoria Histórica en su libro La guerra inscrita en el cuerpo. Desde el proceso de paz llevado a cabo en Ruanda, la violencia sexual está tipificada como crimen de guerra, pero en los conflictos bélicos es de uso recurrente, pues es efectivo para debilitar al enemigo al llevarlo a una condición de feminidad, o de vulnerabilidad. Con este tipo de violencia, la feminización del hombre que es víctima se convierte en fin y consecuencia, puesto que después de ser violentado, adquiere una categorización por parte de la sociedad de débil y en algunos casos, de demonio, explica la Socióloga Renata Cuk. Solange Mouthaan, profesional en Derecho Internacional, afirma que aunque el panorama penal para el juzgamiento de estos casos se amplió con la apertura del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, entidad especial que buscaba condenar -entre otros- los delitos sexuales, la impunidad sigue reinando, generalmente por la falta de pruebas y la constante dilación en los procesos.


En el Oriente antioqueño fue una de las armas por excelencia, principalmente contra mujeres y líderes sociales, como herramienta de terror, ataque al bando contrario y a sus “colaboradores” en las comunidades. A través del dominio del cuerpo consiguieron controlar los territorios. Muchas de las víctimas se desplazaron de sus hogares, otras tantas fueron asesinadas, unas más se quedaron haciendo lo que sabían hacer en el lugar que amaban a pesar de las exigencias y ultrajes hechos por los victimarios. Lo que sí cambió para todos fueron las dinámicas nocturnas y de relación de varios pueblos del Oriente; la desconfianza y el terror ahora dominaban aquellas comunidades. Cuando el reloj marcaba las 5 de la tarde, puertas y ventanas eran selladas, el silencio reinaba en las calles. Aquel que se moviera fuera de su hogar luego de esa hora era objetivo militar, sin excepciones.


Fueron 75 469 las personas asesinadas en esta subregión del departamento entre 1995 y 2006, según el libro Comunicación, desarrollo y cambio social, editado por Amparo Cadavid y José Pereira; cifra que equivale a asesinar -aproximadamente- la población actual de San Carlos, San Rafael, San Luis, Granada, Cocorná y Argelia. Según este mismo documento, en el Oriente, solo entre 1998 y 2002, se cometieron más de 100 masacres, con un promedio de 5 víctimas en cada una.


Donde antes había amigos y vecinos, ahora quedan bandos e ideologías. “Ya en el pueblo no querías tener relación con nadie porque no sabías quién era quién; era tierra de todos y tierra de nadie”, cuenta Andrés. Varios de los compañeros con los que estudió comenzaron a enlistarse en grupos armados y quienes un día compartieron salón de clases, ahora se enfrentaban por ideales ajenos. Unos de ellos por venganza, otros más por obligación, terminaron cargando con la destrucción del pueblo construido por sus ancestros.


Algunos de los cambios de dinámicas en las comunidades se fueron manteniendo en silencio, con resignación, porque la presencia de grupos armados, legales o ilegales, impuso nuevas formas de vida para ellos. “Aquí está claro que quien tiene el arma impone las órdenes y en lugares con tan poca presencia del Estado, estos métodos de convivencia se convierten en método de supervivencia para proteger su vida y la de los suyos”, afirma Pastora Mira sobre la situación de la región.


Además del silencio, el desorden documental por parte de las instituciones encargadas de tomar las declaraciones de las víctimas, ha formado un agujero en la reconstrucción de memoria histórica de los pueblos: en algunas personerías de los municipios los archivos se han dañado, perdido o no se tiene conocimiento de ellos por el nuevo personal en el cargo.


Estos asuntos pendientes no solo son baches en la historia nacional, sino también heridas en el espíritu de las víctimas y sus familias. “No fue como si me hubieran dicho que si usted sale y cuenta lo matamos, sino que uno ya lo tenía acá -expresó Juan señalándose la cabeza-, si yo cuento me van a matar, me van a hacer ir del pueblo con mi familia, entonces me lo guardé”. Nunca se lo ha contado a su familia, y tampoco está en sus planes hacerlo.


Para Andrés las cosas fueron diferentes. Su rutina cambió radicalmente; sin explicación, sin argumentos ni razones. Tal situación se convirtió en motivo de sospecha para su familia, por lo que se vio obligado a dejar de lado el silencio y explicar. Entre sus parientes había más de 10 miembros deportistas que frecuentaban la villa olímpica del pueblo, espacio que Andrés abandonó radicalmente ya que luego de un entrenamiento, un compañero y él fueron victimizados allí. No volvió a ese lugar por varios años. Ante el impacto de la narración y buscando que no se presentara una nueva victimización, decidieron enviarlo a una ciudad del país, lejos del conflicto.


Las víctimas, años después, continúan llevando dentro el lugar donde fueron victimizados como una marca imborrable, que se vuelve más pesada día a día al quedar en silencio, sin catarsis. Juan carga dentro de sí "El popo", lugar donde lo violentaron sexualmente dos miembros de las AUC. Ilustración: Sara Yarce.


“Apenas se está comenzando a nombrar lo ocurrido para poder dignificar a las víctimas y lograr procesos de reparación con ellas”, afirma Pastora Mira. “Porque no solo fueron víctimas los 206 que están en los reportes, no solo son números los que generan o no proyectos para su recuperación emocional y psicológica, son personas que han convivido con su dolor, enmudeciendo y aguantando por más de una década”, añade. “Son, por ahora, números. Los números son el mejor modo de enfriar las realidades: de volverlas abstractas”, como expone Martín Caparrós, periodista argentino.


Números, silenciados; sin posibilidad de acercarse a entidades gubernamentales a declarar o pedir ayuda cuando fueron victimizados porque el “lobo” les respiraba en el cuello y dormía con ellos, o porque ese “lobo” era quien debía protegerlos y también atacó. El “no llore mijo, que los hombres no lloran” se ha arraigado tan fuerte, que casi es dogma que las mujeres sean las víctimas, y la masculinidad hegemónica, que justifica la violencia llevada a cabo por los hombres, es ley en muchas comunidades colombianas.


Procesos como la implementación del proceso de paz entre el Estado y las Farc-Ep, permiten un inicio en el reconocimiento de diversos hechos poco nombrados a nivel histórico, y además, generan movimiento en diversos sectores de la sociedad para el trabajo de reparación con las víctimas, ambos necesarios para la reconstrucción de la memoria histórica y del tejido social. Mientras no se den estos procesos, las víctimas se continuarán preguntando, al igual que Andrés: ¿yo qué voy a contar? si todavía siento miedo.


Nota: Andrés y Juan son nombres cambiados a petición de las víctimas por su seguridad.


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