Gente formal que tiene sus esperanzas en una ilusión
- Contexto UPB
- 18 nov 2020
- 5 Min. de lectura
Susana Calle Zapata / susana.callez@upb.edu.co
Viven esperando a que alguien los mire, que alguien encuentre en ellos, en sus productos, algo que los deslumbre, que les provoque, que se les antoje. Viven de los impulsos de un desconocido que decida “darse el gusto” de comer un dulce o fumarse un cigarrillo, viven esperando que el pensamiento que atraviese la mente del otro sea a su favor. Habitan en medio de una incertidumbre, de una esperanza, buscando un “hoy que sea mejor que ayer, para no apretar tanto, para sufrir menos”, como dice Cecilia López, trabajadora informal, vendedora de chicles y mecato en Ciudad del Rio.
Sin publicidad, sin una estrategia de marketing o un estudio sobre su público, van por la vida buscando salir adelante, ayudándose del voz a voz, de sus graciosas anécdotas o de su cortesía. Cada uno tan único y tan distinto a los demás, se termina convirtiendo en parte de nuestra rutina, en una parte fundamental; pues, si por alguna razón algún día no están, lo primero que pasa por nuestra mente es: “¿Qué le habrá pasado?”. Solemos identificarlos, saludarlos por su nombre y terminarnos en un intercambio de sonrisas… terminamos siendo eso que hoy en día ellos extrañan, esa interacción humana que se había convertido en parte de su rutina y ahora se ve interrumpida por un tapabocas y un amargo sentimiento, el miedo.
“Los vendedores han estado en cuarentena en la calle durante mucho tiempo, pero en la calle no hay gente”. Esta frase de Boaventura De Saousa Santos de su libro “La cruel pedagogía del virus” cobra sentido en el instante que la empatía nos lleva a descubrir que para ellos los días terminan siendo eternos, insoportables. “No vale la pena salir, gasto más en el pasaje de lo que gano”, asegura Cecilia López y aquí ni el mejor de los planes los puede salvar, pues no hay que ser un economista experto para saber que si no hay demanda no hay ganancia.
El problema radica en que el destino de el 40.4% de la población de Medellín según el DANE queda en manos de un ser superior y creador o de la suerte. Queda en manos de una incertidumbre agobiante que, si antes de la cuarentena era difícil de controlar, ahora ese sentimiento se multiplica, se intensifica; haciéndolos y haciéndonos pensar ¿Cómo se reinventa una persona como Cecilia que lleva 13 años en un mismo puesto, en una época de crisis en que si antes era difícil conseguir trabajo, ahora lo es el doble? ¿Cómo Cecilia duerme por las noches sabiendo que antes ganaba entre 30.000 y 40.000 pesos diarios y ahora si mucho, gana 10.000? ¿Cómo hace Cecilia para mantener la cordura mientras se siente ahogada en las dudas? Si desea, no la llame Cecilia, póngale el nombre del trabajador informal que quiera, el problema es el mismo o muy similar.

Con ayudas insuficientes, los trabajadores informales, parte importante de la fuerza laboral de Medellín, están paliando los efectos de la pandemia. Foto: Daniela Gómez Isaza
Porque estos seres que se habían convertido en parte de nuestro paisaje, tuvieron por mucho tiempo que cumplir con la cuarentena al igual que nosotros, una cuarentena que, como lo dice Boaventura De Sousa en el libro anteriormente nombrado: “parece haber sido diseñada con una clase media en mente”, una clase en la que estos seres simplemente no encajan y que así luchen por hacerlo, no lo lograrán, una clase que no está atrapada entre morir del virus o de hambre.
“¿Cómo hago para creer, si me han fallado tanto?”, dice Cecilia cuando se le habla del Gobierno: “yo fui desplazada dos veces, de Urabá y de la Costa y señorita, ¿usted piensa que se preocuparon? Siempre que llegaba a alguna oficina, porque decían que nos iban a dar una ayuda, me comentaban que no aparecía en el sistema”, dice con la voz quebrada y desviando la mirada, y cómo juzgarla, querido lector, si tantas veces la han ilusionado con ayudas que nunca han llegado.
Cecilia cuenta que hace poco la llamaron a su casa, una niña que decía trabajar para el Estado, pidiéndole unos datos y que esta trabajadora informal le decía: “Usted me llama a mi casa, ya sabiéndose mi cedula, mi nombre completo y mi dirección y me dice que necesita más datos… ¿Qué más quiere que le de?”.
Cecilia nació en Sucre, pero por razones del corazón terminó en Medellín, a pesar de que ella creía haber encontrado el amor de su vida, terminó criando a sus tres hijos sola y sacándolos adelante. “Los tres son estudiantes y durante la cuarentena yo no podía trabajar, porque me daba miedo salir. Además, no valía la pena… el lugar que pago para que me dejen guardar el carro vale 7.500 diarios, más los pasajes desde Envigado hasta acá y acá no había gente… no valía la pena”.
Cecilia sobrevivió la cuarentena, al igual que muchos otros trabajadores informales, por la solidaridad del desconocido, la empatía de ese comprador que solía saludarla, el apoyo de esa persona que pasaba y aunque, probablemente, no sabia su nombre, sabia que ella existía… Cecilia y su familia sobrevivieron esta crisis, por ese sentimiento que invadió el corazón de muchos, un sentimiento que nos recordó nuestra humanidad, nuestra fragilidad. “las personas que menos yo esperaba fueron las que me terminaron ayudando” dice Cecilia con una sonrisa en el rostro, pues en el interior sabe, que terminó encontrando ese apoyo que tanto buscaba en el gobierno en la gente del común.
Como Cecilia existen muchos otros, como por ejemplo Cisto González, un vendedor de micheladas en Ciudad del Rio: “Yo solo pude dejar de trabajar dos meses y me tocó salir porque ya no tenía con que comer”. Cisto ya no tenía dinero suficiente para pagar el alquiler del lugar donde le guardaban el carrito, entonces le tocó empezar a llevárselo a su casa todas las noches y volverlo a traer todas las mañanas… Le puso una bicicleta y desde el Barrio Niquitao hasta Ciudad del Rio pedalea, para tratar de conseguir el dinero suficiente para poder vivir, sobrevivir.
Como la vieja expresión, “en la lucha” viven los trabajadores informales durante esta crisis. Viven con el miedo, no solo el típico y casi cotidiano para ellos al “incierto mañana”, sino por sus posibilidades de contagiarse y salir victoriosos de esta lucha contra un enemigo invisible. Según un estudio de la Universidad de los Andes del 28 de marzo del 2020, un ciudadano que vive en estrato 1 tiene 10 veces más posibilidades de ser hospitalizado o de fallecer por Covid que una persona que vive en estrato 6 y una persona que vive en estrato 2 tiene el doble de posibilidades de ingresar a una UCI que una persona que vive en estrato 6… ¿Y cómo no estar temblando ante una posición como estas?
Puede que las estadísticas no estén de su lado o se sientan abandonados por el Gobierno, pero con personas como Tatiana Cano, una de las fundadoras de “Putamente Poderosas”, un colectivo que trabaja en pro de las trabajadoras sexuales de la ciudad de Medellín y Antonia Galeano, creadora de “Miradas de sueños”, una iniciativa que se centra en ayudar a los trabajadores informales de la ciudad de Medellín, aún queda esperanza.
Ellas se han esforzado por ayudar, por hacer que las historias de estas personas se conozcan y que dejemos de normalizar “la forma tan tibia en la que ha actuado el Estado”. Como afirma Tatiana Cano, han luchado, día tras día, por un cambio de mirada, porque valoremos a estas personas que hemos “obviado” en nuestra rutina y que ahora más que nunca necesitan de nosotros y nosotros de ellos… Pues al final del día, ¿quién mejor profesor que ellos, cuando se habla de resiliencia, de entusiasmo y berraquera?
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