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El hombre que escuchó a los niños

Cristian David Gutiérrez Martínez / cristian.gutierrez@upb.edu.co 

A Javier Naranjo le pidieron ser profesor estando en su taberna, mientras atendía a uno de los papás del Colegio El Triángulo, en el barrio Gualanday de Rionegro. Los papás solían frecuentar ese lugar: se tomaban sus tragos y conversaban con Javier. Fue así como supieron que al tabernero le gustaba leer y escribir y entonces uno de sus clientes, que pertenecía a la junta directiva del colegio, le propuso dictar unas clases: “como te gusta la agropecuaria, vení organizá una huerta órganica”, dijo el papá; “como te gusta la fotografía, vení montamos un cuarto oscuro”; “y como leés y te encanta la lectura, mirá a ver cómo podés desarrollar algo que se llama creación literaria”.


Javier había estudiado dos años de antropología en la Universidad de Antioquia, pero en ese momento había muchos paros y dejó la carrera a medias. Desde pequeño le interesaban las plantas, así que terminó estudiando una tecnología en agropecuaria. Se fue a trabajar al Vaupés, en los límites entre Brasil y Colombia; allá, al amparo de los árboles, escribió sus primeros poemas. El oficio de la fotografía, dice él, era algo como la magia: entrar al cuarto oscuro y revelar las fotografías lo convertía en una suerte de alquimista. Pero la creación literaria… no sabía qué era eso.


Así que decidió inventar. Creó un taller libre, en que los estudiantes se sentaban en la manga y conversaban, leían y, lentamente, introdujo el ejercicio de la escritura. Aunque trabajaba con estudiantes de todos los grados, notó que había algo especial en las narraciones de los más pequeños. Cuando llegó el Día del Niño, Javier le propuso a sus estudiantes que definieran la palabra “niño”. “Un niño es un amigo, tiene el pelo cortico, juega bolas. Puede jugar y puede ir al circo”, respondió uno. “Tiene huesos, tiene ojos, tiene nariz, tiene boca, camina y come y no toma ron y se acuesta más temprano”, propuso otra. Con respuestas como estas, Javier comenzó a construir Casa de las Estrellas: el universo contado por los niños, un libro en que infantes antioqueños definían, en sus palabras y al estilo de un diccionario, las palabras que él les proponía.


Taller de creación literaria dirigido por Javier Naranjo en Caracolicito, departamento del Cesar. Para presentar su labor, Javier prefiere talleres antes que charlas y exhibiciones de libros. Foto: Archivo Javier Naranjo.


Taller de creación literaria dirigido en la vereda Nazareth, de El Retiro, Antioquia. Foto: Archivo Javier Naranjo.


“Más o menos a los doce años alguna cosa se pierde”, explica, “no sé si se pierde el asombro, no sé si se si ya hemos incorporado a esa edad lo que nos dicen que debe ser el mundo… Algo se pierde, de ese desenfadado, de esa tranquilidad, de ese asombro y sobre todo de ese nombrar por primera vez”. Las palabras de Javier dan cuenta de un hombre que cree y, de cierta manera, envidia la particular voz poética de la infancia.

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Javier vive en una vereda de El Carmen del Viboral, el mismo pueblo de José Manuel Arango, quien en tres versos condensó como ningún otro la añoranza de la infancia (Infancia / vuelta a encontrar, al morder una fruta / en su sabor olvidado). Los días los dedica a cuidar de su jardín. Entre tanto, junto a su esposa Orlanda, continúan impartiendo talleres de creación literaria en diversos lugares de Antioquia. Aunque el trabajo con los niños es, quizás, su irremediable sello, ahora enfatizan también en adultos y adolescentes que, desde sus cuerpos en apariencia maduros, narran y rememoran lo lúcido de la niñez.


Al inicio, Javier no pretendía hacer un libro, aunque sí tuvo la sensibilidad para notar que en las definiciones de sus estudiantes había algo que merecía ser recogido. La idea de compilarlas en un libro apareció después de que El Espectador y una revista de Argentina publicaran algunas de las definiciones. “Me voy maravillando cada vez más, por ejemplo, cuando un niño dice que adulto es 'alguien que en toda cosa que hable primero ella' (…) o que una niña diga que sombra 'son los movimientos de cada persona en la oscuridad'. ¡Eso es poesía pura!”. Finalmente, en 1999, la Universidad de Antioquia publicó la compilación. El resultado es un libro que respira infancia incluso en el título: Casa de las estrellas, fue la definición que uno de los niños entregó a la palabra “universo”.


Presentación del libro Casa das Estrelas en favela da Maré, Río de Janeiro. Foto: Archivo Javier Naranjo.


Desde entonces, Javier ha adelantado varios proyectos que, a través de la creación literaria, extienden el modelo propuesto en Casa de las estrellas. Los niños piensan la paz, por ejemplo, es un proyecto promovido por el Banco de la República en el que Javier Naranjo recorrió 22 municipios del país a lo largo de dos años, recogiendo historias de vida de más de 800 niños alrededor de la violencia, la guerra y la paz. “Sacaban cinco palabras de una bolsa y escogían una para contar su historia de vida, o de la familia, o del barrio, pero una historia verdadera”, explica.

Los niños piensan la paz, publicado en 2015, es un trabajo que, de alguna forma, narra nuestra historia desde un lugar distinto al habitual: no desde el estado ni la academia, sino desde la niñez. “Ahí está la historia del país, en estos niños que cuentan que la violencia empieza en casa, que la guerra empieza en casa, que es en la familia donde se instala una guerra inicial y llenos de dolor, de odio, de imposibilidades de hablar, salimos a expandir la guerra afuera”, señala Javier.


Los niños piensan la paz, editado en 2015 por el banco de la república. Foto: Cristian Gutiérrez.

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“Así estemos hablando con adolescentes y con adultos, nunca hemos dejado de hablar con niños”, expresa. Entonces, demostrando que su biblioteca no es decorativa, comienza a citar poetas que reproducen esa lógica: Manoel de Barros, Mário Quintana… “Fernando Pessoa, por ejemplo con un heterónimo como Alberto Caeiro, que era pastor y es una belleza…”.


En su opinión, es indiferente si lo que los niños hacen en sus talleres es literatura o no: “No importa si le otorgamos ese calificativo (…), llámese como se llame, son capaces de expresiones de profunda revelación de la condición humana, de la condición del ser”.


“Como los niños apenas vienen al mundo y se están incorporando a la realidad, es como si ellos estuvieran conectados a una especie de cordón umbilical al alma del mundo, al anima mundi”, reflexiona Javier, haciendo honor a su profesión, “y el alma del mundo es lo que ellos nos anuncian cuando en sus palabras precarias, porque no dominan el lenguaje, son capaces de asociaciones maravillosas”.


Lo anterior, dice, parece sugerir que los niños nacen aparejados con la poesía, lo cual lo hace pensar a uno que la poesía está en lo esencial, al estilo de Pessoa o Whitman. “Eso me ha llevado a conclusiones en el sentido de que, aquellos que se creen dueños de lo poético, o que se creen poetas muy grandotes y muy sabios están equivocados, siento que la poesía está en el mundo y que los niños son capaces de traernos noticias de ella”. Y no escatima palabras para elogiar a sus infantes poetas: “gracias a sus palabras, donde se mezclan oralidad y escritura, traen unas cosas increíbles. Entonces yo me deslumbré con eso”.


La obra de Javier Naranjo da cuenta de la filosofía de un hombre que cree en el poder transformador de la palabra, y en la oportunidad de que los niños se apropien de ella para conmovernos con sus frescas, sabias y despreocupadas visiones del mundo. Actualmente, junto a su esposa, Javier está desarrollando un libro de dos tomos en el que, de nuevo, recogerá las narraciones de niños, niñas, adolescentes y adultos, esta vez alrededor de preguntas más amplias sobre el cuerpo, la tristeza, la alegría y otros tantos temas. La premisa del libro es la misma de todos sus talleres: “no somos psicólogos, pero hemos encontrado en el lenguaje, en la palabra, una herramienta poderosísima para expresarse y que sea una suerte de bálsamo que ayuda a cicatrizar algunas heridas”.


Infancia viene del vocablo latín infans, que significa “incapaz de hablar”. En una sociedad en la que incluso los diccionarios parecen negar y relegar la relevancia social de la niñez, Javier intenta demostrar, día tras día, que el sentido también se construye con los niños. “Si el lenguaje es la casa del ser, como dice Heidegger, pues ellos vienen a mostrarnos algunas de esas habitaciones cuando por primera vez son habitadas”.


“Yo nunca he tenido afán, y no porque me crea inmortal, sino porque creo que las cosas tienen que crecer de una manera como orgánica, no forzada (…). Mejor dicho, yo no estoy haciendo una carrera literaria. Me enorgullece y me da muchísima más alegría lo que he recogido con comunidades que lo que yo mismo escribo. Eso se va haciendo paralelo a lo otro, pero me da mucha más alegría esto que he ido recogiendo”, concluye Javier, con la mesura de un hombre que se sabe satisfecho.

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