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  • Sebastián López Ortiz /

Los platos de mamá

El lunes es parecido al miércoles. El martes al jueves y el viernes a cada uno de los cuatro días anteriores. ¿Sábado y domingo?, sigo pensando que en esos días brilla un poquito más el sol. De resto un poco de lo mismo.


Me levanto a las 7:50 de la mañana, aunque, si me da pereza, apago el despertador y dejo que el azar ponga límite a mi sueño. No todos los días me baño, lo acepto. Voy por un vaso a la cocina, lo lleno de agua y me lo tomo en el balcón. La luz aún me molesta en los ojos y el sonido de unos pocos carros pasando me recuerda que es otro día. Me tomo el agua despacio, como si fuera un vino o un costoso cóctel. En ese rato pienso: ¿qué fue lo que soñé?, ¿por qué soy así?, ¿la tarea es para hoy o es para mañana?, ¿sí le respondí el mensaje a Gabriel?, ¿qué clases tengo hoy? Todo va pasando como un tren de no sé cuántos vagones que no se detiene a saludar. Pero hay una pregunta diferente, hay una que puedo palpar…


Me siento en el escritorio y empiezo a estudiar. Cada tanto mi papá me llama para que lo ayude con “esas cosas tecnológicas”, claro, yo le ayudo. Dos horas, tres horas, cuatro horas, seis, ocho, diez. ¡Carajo! ¿Podrías por favor detenerte por un momento y dejarme ser?, me cuestiono mientras envío ese trabajo que me arrebató todo el día para solo dejarme con algunos fragmentos del día que verdaderamente me pertenecieron. Le envió un mensaje a mi novia diciéndole que estoy bien, que acabé el trabajo, que la extraño -de verdad la extraño-. Me levanto del escritorio, voy a la habitación de mis papás y me tiro en la cama, tratando de dejar el estrés en la mesa del escritorio, pero el muy desgraciado se me pega de la espalda. Luego me siento en el balcón a tomar el aire (ahora que se puede) y pienso, aunque no quiera, pienso… pero no lo que quiero, más bien lo que me toca. Me despido de mis padres y me acuesto en un terremoto de pensamientos que luego se reflejarán en los sueños. Me persigno, pido ayuda y me duermo.


Mi día no se escaparía mucho del dibujo en blanco y negro de un artista que ilustra la portada de un cuento aburrido.


¿Qué hará hoy mi mamá de almuerzo?

Esa es la pregunta que faltaba y la que le da color al dibujo, la que permite que el lunes sea lunes y domingo, domingo.


Desde eso de las 10 se empieza a escuchar el ruido de las ollas. ¿Qué hacemos hoy?, a veces me pregunta y con mi silencio, ya sabe que quiero dejarme sorprender porque me gustan sus sorpresas. Hay concentración hasta que el olor llega, ese mismo que anuncia un festín, descanso y reunión.


Un poco pasadas las doce mi mamá empieza desde la cocina a pedir que ponga la mesa y yo corro a hacerlo porque sé que esa es mi humilde ofrenda para hacerme digno de aquello que mis papilas anhelan.


Lunes de frijolitos, martes de lentejas rancheras, miércoles de pasta, jueves de mondongo, viernes de sudado y domingo de... descanso, ese día pedimos domicilio. Cada día hace algo diferente y cada día me gusta.


Nos sentamos los tres en el comedor: papá, mamá e hijo; una copia no tan sagrada de la sagrada familia. Damos gracias por eso que a tantos les falta y me llevo el primer bocado a la boca.


No sé cuál sea la cura del COVID-19, pero al menos la de mi cuarentena me la da mi mamá cuando me sonríe mientras pregunta... ¿Está bueno el almuercito?


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Trabajo realizado en el curso Periodismo y literatura, orientado por la profesora Marcela Gómez Toro.






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