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  • Juan Camilo Hernández Hernández /

Cosas de viejos

Una anécdota familiar se transformó en un viaje por los años que llega hasta las sensaciones de una abuela en tiempos de cuarentena.


Rubia como la cerveza


​​Son las 6:30 de la mañana y desde el tercer piso en una casa cerca de La Mota, se alcanza a oler el aroma de unos buñuelos recién hechos. Casi como si fuera la mejor panadera de la ciudad, doña ​​Pola Betancur (No paula, ni Paola) se sirve su delicioso menú. Antes de sentarse en el comedor, se ​​asegura de tantear su hombro izquierdo para poder llevar el platillo a la mesa. No toma café, dice que le hace mal para el sueño, pero esta mañana rompió la rutina porque se siente algo ansiosa. Ve su comedor desolado y piensa que le vendría bien invitar a su hijo y a su nieto a almorzar. ¿Qué les haría? ¿Los frijoles que a su nieto tanto le gustan? ¿O quizás una de las sopas que ama su hijo?


<<Se dirigió hacia su teléfono, se sentía un poco más tranquila, llamó a su hijo. Foto: PxFuel.


Sintió un breve calambre en el hombro. Era normal. Hacía ya dos días que la habían operado y recordó la medicación, pues le habían advertido que eso podía pasar. Tenía los remedios en un cajón alto; no sabía por qué no los había movido antes si siempre se quejaba por lo mismo. Se esforzó para poder llegar y, mientras lo hacía, sintió que el hombro se le entumecía: aquello era como mil agujas yendo y viniendo por todo su brazo. Rápidamente sacó la pastilla y con un amargo trago de café, la pasó. Se dirigió hacia su teléfono, se sentía un poco más tranquila, llamó a su hijo y volvió a recordar la emoción que le causaba poderlos tener un rato. Sergio, su hijo, contestó. Su madre le comentó la maravillosa idea de preparar unos de sus maravillosos frijoles; en tono un poco entristecido, Sergio le recordó que no era seguro salir, pues llevaban dos semanas de cuarentena y era peligroso para todos.


Pola sintió un bajón, su pastilla estaba haciendo efecto. Soltó el teléfono, triste y muy desalentada fue a tomar asiento en su sofá, olvidando todo, apoyó el brazo para sentarse, haciendo fuerza en su hombro. Un dolor agudo y punzante le invadió todo su brazo derecho, recordó que no tenía más medicina, pero que al menos esta que había tomado le haría efecto.


Necesitaba pensar. Se acostó en el sofá, cerró los ojos y se remitió a su pasado. Hacía ya 18 años que su esposo murió por un desastroso cáncer estomacal. Recordó el momento en que se conocieron, fue un amor como de novela de Shakespeare. Ella, rubia como la cerveza, ha tenido una sonrisa que de cuando en cuando sacaba a pasear para cautivar al barrio. Su familia era multitud; su padre, un hombre sobreprotector y desconfiado; y el amor de su vida, un hombre que la cautivaba entre poemas y flores.


Odisea por la tranquilidad


Nadie sabe cómo reaccionaría si un ser querido llama y de súbito se va, dejando a la persona al otro lado de la línea con dudas y preocupada. Ese fue el caso de Sergio. Su madre había dejado la línea, en ese momento se preguntaba acerca del estado de ella. ¿Estaba bien? En la mente de Sergio, nadie podía salir, el barrio que estaba repleto de policías y el WhatsApp con mensajes de sus amigos que solo le infundían más terror.


Al cabo de una hora, decidió hacer algo. La seguridad de su madre era la mejor excusa ante cualquier retén policial. Iba a salir. Luego de que su esposa le diera la bendición y su hijo casi lo rebautizara con alcohol, alistó un morral y se aventuró. Su madre vivía cerca, pero esta vez el camino se le hacía eterno. Faltando dos cuadras para llegar, un agente lo paró, preguntándole por su estado ansioso y su rostro de preocupación, Sergio le dijo lo angustiado que estaba por su madre y que debía seguir, a lo que el policía le deseó suerte y lo dejó ir.


Llevaba una hora tocando la puerta, tenía el timbre desgastado y hasta gritando. La desesperación llegó al tope y en el momento en que se disponía a pedir ayuda, su madre abrió la puerta. Tenía la cara roja y con facciones de dolor, su brazo izquierdo agarraba al brazo derecho, no se veía muy bien.


Un día agobiante


Pola, abrió los ojos y se escuchaba el noticiero del medio día. Había dormido toda la mañana. De fondo, unos golpes y unos chirridos le perturbaban. Su visión se nublaba, sus oídos se saturaban y su cabeza estaba a punto de explotar. Se puso de pie, no sentía su hombro, estaba casi dormido. Los golpes y los chirridos seguían, hasta que en un momento de lucidez logró escuchar la voz de su hijo y se dirigió a la puerta. Alegre pero confundida por verlo, Pola le preguntó qué hacía allí.


La respuesta fue una cantaleta que la hizo sentirse culpable de sus propios sermones de madre. Ya al tanto de las preocupaciones que su silencio había causado, Pola le comentó a Sergio que el hombro le estaba molestando mucho, que sentía un dolor intenso y agudo y que estaba preocupada.


Quería salir e ir al médico de nuevo, pero la idea la aterraba porque le habían repetido muchas veces que “el virus solo afecta a los viejos”. Tenía miedo de ir al hospital, temía contagiarse allí, su hombro podía dolerle un poco más y ella iba a aguantar.


Sergio la ayudó a tomar una ducha, pero ella entre su dolor solo quería dormir. En el momento en que sus ojos se estaban cerrando, su hijo le dijo saliendo por la puerta, “la ayuda viene en camino. Ya regreso”.


Hogar no tan dulce hogar


Una vez hubo abierto los ojos, sintió punzadas de nuevo. Su hombro le avisaba que el efecto de la medicina estaba caducando. Pola decidió ponerse de pie y tratar de hacer la menor fuerza posible a su brazo derecho. Su hijo no estaba, de hecho nadie había estado (salvo ella) en casi un mes. Desde hace mucho tiempo que estaba acostumbrada a vivir sola; su rutina empezaba cuando salía a caminar o iba a la iglesia, sus caminatas eran tan esporádicas que podía terminar recorriendo parte de Laureles en una mañana. No amaba el sol de la mañana, pero detestaba el de medio día, así que siempre llevaba una sombrilla por si el sol de la una la cogía en la calle.


Desde que su esposo murió, su vida dio un giro drástico, pasó de vivir con el amor de su vida a vivir sola y a ser visitada cada fin de semana. Se consolaba saliendo, tenía una vida social más abierta que las personas de su edad, participaba en grupos de croché, hacía gimnasia con sus amigas y, de cuando en cuando, salía a nadar.


A sus 74 años entiende que el hecho de salir la hace sentir mejor. De vez en cuando su hogar se torna agobiante, el ambiente en es como el de un domingo a las 4 de la tarde, sus luces se vuelven tenues y la música de “La Voz de Colombia” que tanto ama, termina por ser una canción de cuna.

Para hacerle trampa a la cuarentena, Pola solía madrugar más, salía a trotar o a sentarse en una banquita. Luego fue advertida de que el virus podía permanecer en objetos por días y en el aire hasta por tres horas. Prefirió volver a su claustro y no salir más hasta que fuese completamente necesario. La soledad después de algunos años pasa a ser abrumadora para personas que son tan sociables. Pola se sentía sola, la melancolía invadía su cuerpo, inexplicablemente su tristeza le hacía parecer que el dolor en su hombro era insignificante.


Una historia de los tiempos en que los recuerdos y las sensaciones se mezclan y confunden. Foto: Martín Villaneda.



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