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  • Laura Daniela Wagner Arenas /

NI CHICHA NI LIMONADA, UN BEBÉ DE LA NADA


El testimonio de Marta Cecilia Morales invita a pensar que el parto es apenas una parte de la maternidad.




“¿No ve que es un bebé? Y está vivo, está vivo”, me repetía el doctor. Entonces yo me acerqué, lo miré, era chiquitico y muy feíto; nació de apenas 28 semanas, y aunque yo no sabía que había estado embarazada, era mío.


Todo comenzó con el burro. Cada vez que necesitaba colgar la ropa, me subía en él para montarme en el lavadero y poner los ganchos, pero ese 10 de agosto de 2001, cuando hube terminado y puse un pie sobre él para bajarme, cedió y caí de nalgas. Pasaron una, dos, tres… muchas horas, anocheció, se hicieron las cuatro de la mañana y yo sentía un dolor insistente, no dormía. “Eso es que se le va a venir esa pelota de sangre que tiene en la barriga”, me dijo entonces el costeño y, antes de regresar al trabajo, me pidió que fuera al hospital con alguien porque él no podía.


En ese momento, yo estaba esperando dos llamadas: la de la cita para operarme y no tener más hijos (¿pa’ qué más con Juan Esteban, de 17 años, y Luisa, de 18 meses?) y la de una ecografía, porque no enfermaba y, aunque planificaba y no tenía los síntomas, me habían diagnosticado un posible embarazo ectópico. Así que cogí los papeles de todos los exámenes que me habían hecho, tomé un taxi con mi vecina, llegamos a las 8:30 a.m., me ingresaron en maternidad, me dolía atrás y adelante, me evaluaron, me prepararon para un parto, yo no entendía nada, no estaba embarazada, pero en menos de una hora, a las 9:25 a. m., nació Juan Carlos.


“¿Usted es la acompañante de Marta Morales? Haga el favor de traer la ropita para el bebé”, llamaban a mi amiga en la sala de espera, pero ella pensó que era un error hasta que llegó a mi lado, en la camilla, me vio llorando y preguntó qué estaba pasando: “Vieja, es que tuve un niño, está con los médicos”. “¿Dónde? ¿Usted qué va a hacer?”, como todos los que harían a partir de ahora, no me creía… ¿Yo qué iba a hacer? Pues tenerlo. Me limpié las lágrimas y le di una sola instrucción: que no le dijera a nadie, excepto a aquel, el costeño, para que se viniera de una vez.


Por ser prematuro, mi niño vivió dos meses en una incubadora, con una cámara de oxígeno en su cabeza para que se le maduraran los pulmoncitos, y se alimentó por sonda de leche donada porque a mí no me bajaba nada. Lo visitábamos cada día, pero no lo podíamos tocar, mientras, yo escuchaba al costeño rezarle a mi diosito para que no se llevara al niño y que, si lo hacía, fuera rápido para no apegarse a él. Aun así, a los 15 días, se agravó, le hicieron una herida (que yo creo que le dejaron abierta y le jalaron un tendón porque Juan es fruncido en la nalga, tiene un hueco) y le sacaron unas muestras de la cadera y la mano, entonces me dijeron que tenía artritis séptica.


“Ese niño está muy delicado, no le va a vivir y si lo hace, no caminará”, me decían los doctores. Por eso no le quise contar a nadie sobre Juan, yo lo visitaba en secreto de mi familia y esperaba, esperaba… Pero pasaron las semanas, Juan creció, subió de peso y me lo entregaron. Esa primera noche en la casa fue muy difícil, el niño me dio mucha brega porque le hacía falta la incubadora, pero eso sí, yo no quise dormir con él, nunca me ha gustado dormir con niños; así que lo acomodé sobre una almohada, dentro de la bañera de Luisa, porque él era chiquitico (tanto, que no sé por qué me dolió así) y esa la puse al lado de la niña, en la cuna de ella.


Yo no sé cómo hacen las mujeres que tienen gemelos, trillizos… ¡Virgen Bendita!... cuatrillizos, quintillizos… ¡Virgen Bendita! Cuidar a dos bebés fue difícil, pero me colaboraron mucho (“¿Qué más se le va a hacer?”, me decían): el costeño me traía arrumes de pañales (él siempre quiso que Luisa fuera hombre, tener un hijo), mis hermanas me traían lechita e incluso una de ellas, la madrina de Juan, le compró su ropita y se ofreció a adoptarlo porque, al principio, yo no quería al niño. Los primeros días yo estuve muy aburrida, no estaba preparada para tener otro hijo, estuve con una psicóloga tres veces, pero dejé de ir porque era bobada; yo había sido una entre cien mujeres a las que no le sirven las pastillas de planificación, pero no podía hacer nada, excepto cuidar del niño que Dios me dio.


Entonces cuidaba a los bebés, hacía oficio en la casa, despachaba al costeño antes de trabajar, me hice operar, me la pasaba explicándole a los demás, incluida mi mamá, que el niño era mío y, en esas, mantenía en el hospital cuando se me ponía malo: a los 15 días de traérmelo, volvió a la incubadora porque le dio neumonía. Pero, con el tiempo, todo se hizo más fácil: la niña entró ligerito al jardín, a los dos años, Juan dormía mucho por la droga, no daba lidia, y mi hijo mayor empezó a ayudarme con sus hermanos.


Fue por Juan Esteban que supimos que Juan tenía los piececitos garetos; él jugaba con el bebé y le estiraba las piernitas, pero entonces paró, se puso serio y dijo: “Ma, este negrito le salió con un pie más corto que el otro”. “Juan Esteban, deje de burlárseme del niño”, le reproché aunque me quedó la duda; así que esa misma semana, que tenía control, fui y el doctor lo confirmó: hasta ese momento, tenía una diferencia de dos centímetros en cada pie y podía empeorar. Por ser tan pequeño, al principio solo usó una coca entre las piernas para separárselas y un tacón en el zapato izquierdo para nivelarlo, pero cuando cumplió los 4 años, hubo que operarlo.


Esa primera cirugía fue muy brava: lo enyesaron del abdomen hasta abajo y solo le dejaron el hueco para orinar, también tenía una varilla entre los pies. Parecía una momia y pesaba como una roca, apenas se le podía bañar la cabecita. Y aunque le enderezaron los pies, que tiraban de pa’ un lado, le hicieron otra operación seis años después; esa fue distinta, lo dejó un tiempo en silla de ruedas y con una platina a la que se le zafa un tornillo y le molesta. Por eso, me puse a pelear para que haya una tercera, puse una tutela, y aunque muchos médicos dicen que no se le miden a otra cirugía, que es delicado tratar el fémur, Juan la necesita y yo voy a luchar con esos hijuepuercas.


Desde eso, han sido siete años que luchamos y esperamos por la cita de la cirugía, Juan ya tiene 17, es muy encerrado (tal vez porque nunca lo acostumbré a salir para no enfermarlo), saca siempre las mejores notas (y cuando no, se enoja con todos), no le gusta el fútbol (a pesar de que antes le tenía la silla, la toalla y las fiestas de cumpleaños adornadas con el rojo) y casi no come carne (aun cuando de pequeño le gustaba la sangre de la morcilla). Y, aunque haya crecido y cambiado, todo es como en el inicio, Juan y yo estamos esperando una llamada, pero ahora es diferente: lo hacemos juntos.



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