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Inmerso en la pandemia

Verónica Peñaranda Isaza


Nicolás Jaramillo Gómez, cardiólogo, es uno de tantos médicos que ha se ha expuesto, constantemente, al contagio de Covid-19. En este testimonio cuenta sus razones para hacerlo y reflexiona en torno a lo que ha significado la pandemia para él y cómo ha ido cambiando con el pasar de los meses. "Esto me gusta y sé que lo tengo que hacer. Es cuestión de lo que yo siento, no me cuesta mucho", dice.


El 6 de marzo de 2020 se registró el primer caso de COVID-19 en la capital de Colombia. A partir de la fecha, el país se encuentra en una incansable batalla por combatir el virus. Somos el personal de salud quienes diariamente arriesgamos nuestra vida por salvar la de los demás, trabajamos horas extra bajo condiciones adversas y exponiéndonos al contagio.


Es una experiencia muy compleja. Comenzamos con un momento crítico en que la gente se llenó de pánico y nosotros también. Yo pensaba: 'bueno, ¿qué me puede pasar a mí?' Y no tanto a mí, sino que podría estar contaminando a mi familia. La decisión de trabajar con el virus la fui tomando en el camino y poco a poco me iba adaptando a una rutina diferente.


En el hospital

Al llegar, hay que hacer un cambio absoluto de ropa, para ponernos unos uniformes con ciertas características y usar permanentemente las mascarillas; en un principio las N95[1], que, por la misma pandemia y el susto, empezaron a escasear y a volverse costosas, por lo que continuamos usando las generales, que dan una protección más o menos del ochenta por ciento, bien usadas. Fuera de eso, se nos proporcionaron los protectores de plástico o acetato que cubren toda la cara.


En la sala de hemodinamia[2] usamos petos de protección porque trabajamos con radiación, por lo que el calor es infernal. También las gafas plomadas y las de protección general, más los lentes recetados que se empañan todo el tiempo, son desesperantes. Nos sentimos asfixiados con los protectores de nariz y de boca, sentimos que no nos llega la respiración y perdemos la capacidad de hablar. Nadie entiende lo que estoy diciendo y tampoco le entiendo al enfermo; me la paso gritando, es horrible. A todo esto, se le suma la tensión que genera el paciente, que es bien complicado.


Poco a poco íbamos perdiendo el miedo y el respeto a ciertas medidas de seguridad que en un comienzo eran demasiado estrictas. Me sangraban las manos de tantas lavadas que me hacía. La cara también se me volvió nada, porque las mascarillas maltratan mucho cuando las estamos usando de doce a veinticuatro horas continuas. Pero al principio nadie se atrevía a quitárselas, es decir, era un acabose. Contaminarse con COVID-19 realmente asustaba.


Cuando tomamos la decisión de atender a un paciente positivo para el virus, se hace una parafernalia impresionante; se bloquean todas las salidas para que nadie se cruce con esa persona, quien viene en una urna de aislamiento. Mientras sucede toda esta procesión, los médicos debemos esperar. Para atender a estas personas, solo se pueden dejar los elementos estrictamente necesarios y sacar el resto. Si hay que intubar al paciente, nos tenemos que salir todos, porque es el momento más crítico para la aspersión del virus; tenemos que esperar quince minutos, como mínimo, a que caiga y se asiente. Todo este proceso demanda tiempo. Sin embargo, nos hemos ido acostumbrando y empezamos a estar más tranquilos, incluso pensamos: “Si me va a dar, pues que me dé”.


Las relaciones humanas

Mi relación con los pacientes ha cambiado. Por un lado, la siento más estrecha que antes, incluso siempre trato de empezar conversando con ellos, por lo que he extendido los horarios de atención un cuarto de hora más. La gente va mucho en la búsqueda del conversar, del charlar, que se le escuche, que se le tenga en cuenta, que se le oigan las quejas, precisamente por la soledad en la que están. Me he vuelto un compañero fundamental para ellos. Por el otro lado, me da tristeza la lejanía, ahora son codazos los que me doy con los pacientes. Anteriormente era la palma, el cariño, el amor, que se ve que se necesita. Eso golpea.


El vínculo con mis compañeros de trabajo también es muy distinto. Ahora somos cinco los que estamos en la modalidad presencial, frente a dieciocho o veinte que están desde la virtualidad. No es lo mismo la discusión, la cercanía, el compartir. Fuera de eso, el espacio en el que almorzábamos todos juntos, donde hablábamos y jodíamos, se ha reducido a máximo tres personas por comedor. Tristemente todo se vuelve más frío.


El paciente no tiene la culpa de tener coronavirus o estar bien enfermo. Después de todo, estoy inmerso en la pandemia gracias al apoyo de mi familia, en especial el de Gloria, mi esposa. Ella me acompaña en la decisión porque disfruto mucho lo que hago y sé que es lo tengo que hacer. Se trata de lo que yo siento, no me cuesta mucho.


[1] Las mascarillas N95 son nombradas así, debido a que filtran el (95%) de las partículas del ambiente, por lo que son las más adecuadas para el uso del personal de salud cuando hay contacto directo con el COVID-19. [2] Subespecialidad de la cardiología que se basa en el tratamiento y diagnóstico de afecciones cardiovasculares, a través de técnicas guiadas por rayos X.

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Trabajo realizado para el curso Periodismo III, orientado por Claudia Sánchez Aguiar.



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